LA MOTA EN EL OJO AJENO
II. Aceptar a las personas como son, con sus defectos. Ayudar con
la corrección fraterna.
III. La crítica positiva.
“En aquel
tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "No juzguéis y no os juzgarán. Porque
os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con
vosotros.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no
reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano:
"Déjame que te saque la mota del ojo", teniendo una viga en el tuyo?
Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar
la mota del ojo de tu hermano"” (Mateo 7,1-5).
I. En cierta
ocasión, el Señor advirtió a los que le escuchaban: ¿Por qué te fijas en la
mota del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a
decir a tu hermano: deja que saque la mota de tu ojo, cuando tú tienes una viga
en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás sacar
la mota del ojo de tu hermano. Una manifestación de humildad es evitar el
juicio negativo, y frecuentemente injusto, sobre los demás.
Por nuestra soberbia personal, las faltas más pequeñas que afectan a
otros se ven aumentadas, mientras que, por contraste, los mayores defectos
propios tienden a disminuirse y a justificarse. Es más, la soberbia tiende a
proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores de uno
mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: «Procurad adquirir las
virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus
defectos, porque no los tendréis vosotros».
La humildad, por el contrario, ejerce positivamente su influjo en una
serie de virtudes que permiten una convivencia humana y cristiana. Sólo la
persona humilde está en condiciones de perdonar, de comprender y de ayudar,
porque sólo ella es consciente de haber recibido todo de Dios, y conoce sus
miserias y lo necesitada que anda de la misericordia divina. De ahí que trate a
su prójimo -también a la hora de juzgar- con comprensión, disculpando y
perdonando cuando sea necesario. Por otra parte, nuestra visión de las acciones
de otros será siempre muy limitada, pues sólo Dios penetra en las intenciones
más íntimas, lee en los corazones y da el verdadero valor a todas las
circunstancias que acompañan a una acción.
Debemos aprender a excusar los defectos, quizá patentes e innegables, de
quienes tratamos a diario, de tal manera que no nos separemos de ellos ni
dejemos de apreciarlos a causa de sus fallos o incorrecciones. Aprendamos del
Señor, que «no pudiendo de ninguna forma excusar el pecado de quienes le habían
puesto en la cruz, trata sin embargo de aminorar la malicia, alegando su ignorancia.
Cuando no podamos nosotros excusar el pecado, juzguémosle a lo menos digno de
compasión, atribuyéndolo a la causa más tolerante que pueda aplicársele, como
lo es la ignorancia o la flaqueza».
Si nos ejercitamos en ver las cualidades del prójimo, descubriremos que
esas deficiencias en su carácter, esas faltas en su comportamiento son, de
ordinario, de escaso relieve en comparación con las virtudes que posee. Esta
actitud positiva, justa, ante quienes tratamos habitualmente, nos ayudará mucho
a acercarnos más al Señor, pues creceremos en mortificación interior, en
caridad y en humildad. «Procuremos siempre -aconsejaba Santa Teresa- mirar las
virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con
nuestros grandes pecados. Es una manera de obrar que, aunque luego no se haga
con perfección, se viene a ganar una gran virtud, que es tener a todos por
mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por aquí el favor de Dios».
Ante las deficiencias de los demás, incluso ante los mismos pecados externos
(murmuraciones, faltas de laboriosidad...), hemos de adoptar una actitud
positiva: rezar en primer lugar por ellos, desagraviar al Señor, ejercitar la
paciencia y la fortaleza, quererles y apreciarles más, porque más lo necesitan;
ayudarles lealmente con la corrección fraterna.
II. El Señor no
despidió a los Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran defectos. Éstos
han quedado bien reflejados en los Evangelios: en aquellos primeros momentos de
su entrega al Señor, a veces vemos que se mueven por envidia, que tienen
sentimientos de ira, que ambicionan los primeros puestos...; en esas ocasiones
el Maestro les corrige con delicadeza, tiene paciencia con ellos y no deja de
quererles. Enseña a quienes iban a ser los transmisores de su doctrina algo vital,
en la familia, en el trabajo... en la Iglesia entera; el ejercicio, con obras,
de la caridad.
Amar a los demás, con sus defectos también, es cumplir la Ley de Cristo,
pues toda la Ley se resume en un solo precepto, en éste: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo, y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar sólo a
quienes carecen de defectos o a quienes tienen determinadas virtudes. El Señor
nos pide que sepamos apreciar en primer lugar, porque la caridad es ordenada, a
quien Dios ha puesto a nuestro lado por razones de parentesco, de trabajo, de
amistad, de vecindad...
Esta caridad
tomará acentos y notas particulares según los lazos que nos unan, pero en todo
caso nuestra actitud ha de ser siempre abierta, amistosa, con deseos de ayudar
a todos. Y no se trata de vivir esta virtud con personas ideales, sino con
quienes habitualmente convivimos, trabajamos o encontramos en la calle a la
hora de mayor tráfico, o cuando los transportes públicos van sobrecargados. A
veces nos hallaremos -quizá en el mismo hogar, en la misma oficina- a personas
que tienen mal carácter o están algo enfermas o cansadas, o son egoístas y
envidiosas... Se trata de convivir, de apreciar y de ayudar a esas personas
concretas y reales.
Ante las faltas del prójimo, la respuesta del cristiano es comprender,
rezar y, cuando sea oportuno, ayudar a través de la corrección fraterna, que
recomendó el mismo Señor y que se vivió desde siempre en la Iglesia.
Esta ayuda fraterna, por ser fruto de la caridad, ha de hacerse
humildemente, sin herir, a solas, de forma amable y positiva, haciendo
comprender a ese amigo, a ese colega, que aquello daña a su alma, al trabajo, a
la convivencia, a su debido prestigio humano.
El precepto
evangélico supera con mucho el plano meramente humano de las convenciones
sociales y de la misma amistad si se funda sólo en criterios exclusivamente
humanos. Es una muestra de lealtad humana, que evita toda crítica o murmuración
a espaldas del interesado. ¿Nos comportamos así nosotros? ¿Ejercitamos de hecho
esta recomendación que tiene su origen en el mismo Cristo?
III. Si tomamos como norma habitual no estar pendientes de la mota en el
ojo ajeno, nos será fácil no hablar mal de nadie. Si en algún caso tenemos la
obligación de emitir un juicio sobre una determinada actuación, sobre el
proceder de alguien, haremos esa valoración en la presencia del Señor, en la
oración, purificando la intención y cuidando las normas elementales de
prudencia y de justicia, «No me cansaré de insistiros -solía repetir Mons.
Escrivá de Balaguer- en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las
dos partes, las dos campanas. ¿Por ventura nuestra ley condena a nadie sin
haberle oído primero y examinado su proceder?, recordaba Nicodemo, aquel varón
recto y noble, leal, a los sacerdotes y fariseos que buscaban perder a Jesús».
Y si tenemos que ejercer la crítica, ésta ha de ser siempre
constructiva, oportuna, salvando siempre a la persona y sus intenciones, que no
conocemos sino parcialmente. La crítica del cristiano es profundamente humana,
no hiere y conserva incluso la amistad de quienes nos son contrarios, porque se
manifiesta llena de respeto y de comprensión.
El cristiano,
por honradez humana, no juzga lo que no conoce, y cuando emite un juicio sabe
que éste debe tener siempre unos requisitos de tiempo, de lugar y con los
matices oportunos, sin lo cual se podría convertir con facilidad en detracción
o difamación. Por caridad, y por honradez, tendremos cuidado de no convertir en
juicio inamovible lo que ha sido una simple impresión, o en transmitir como
verdad el «se dice» o la simple noticia sin confirmar, y que quizá nunca se
confirme, que daña la reputación de una persona o de una institución.
Si la caridad nos lleva a ver los defectos de los demás sólo en un
contexto de virtudes y de cualidades positivas, la humildad nos conduce a
descubrir tantos errores y defectos en nosotros mismos que nos moverán, sin
pesimismos, a pedir perdón al Señor, a comprender que los demás tengan alguno y
a poner empeño por mejorar. Y, para esto, debemos aprender a recibir y a
aceptar la crítica honrada de esas personas que nos conocen y aprecian. «Signo
cierto de grandeza espiritual es saber dejarse decir las cosas: recibirlas con
alegría y agradecimiento». Por el contrario, es propio de personas que se dejan
llevar por la soberbia no tolerar ninguna advertencia, la excusa o la reacción
contra quien, llevado de la caridad y de la mejor amistad, les quiere ayudar a
superar un defecto o a evitar que repitan un mal proceder.
Entre los muchos motivos para dar gracias a Dios, ojalá podamos contar
también con el de tener personas a nuestro lado que sepan decirnos
oportunamente lo que hacemos mal y lo que podemos y debemos hacer mejor, en una
crítica amiga y honesta.
La Virgen Santa María siempre supo decir la palabra adecuada; jamás
murmuró, muchas veces guardó silencio.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org