EN CONFINAMIENTO Y LEJOS DE CASA: EL DOBLE DRAMA DE LOS INMIGRANTES

La pandemia y el confinamiento han cogido de improviso a muchos inmigrantes sin recursos suficientes para sobrevivir. Algunos no tienen ni siquiera un techo, como los 30 albaneses que ha acogido el Obispado de Santander en su casa diocesana de espiritualidad

El sacerdote Óscar Mario Ugalde con un grupo de albaneses en la casa 
de espiritualidad Monasterio del Soto, de la diócesis de Santander. 
Foto: Óscar Mario Igualde Vargas
Desde hace dos semanas, la casa diocesana de espiritualidad Monasterio del Soto, en el valle de Toranzo, en Cantabria, es un ir y venir de albaneses que están confinados en medio de la pandemia tras un acuerdo entre el Obispado de Santander, la Consejería de Asuntos Sociales y la ONG evangélica Nueva Vida.

En este monumental edificio del siglo XVII, de torre medieval, en la ribera del río Pas y a 20 minutos del Cantábrico, habitó una comunidad de franciscanos durante siglos. Su lugar lo ocuparon después los carmelitas, y hoy es la casa diocesana de espiritualidad, que organiza habitualmente retiros, convivencias y campamentos, tanto para comunidades de Cantabria como de fuera. 

Un grupo de 30 albaneses llegó aquí hace unos días, pero desde hace meses deambulan por Santander, una etapa más en su viaje hacia el Reino Unido, donde vive una nutrida comunidad de compatriotas. Su intención era colarse como polizones en alguno de los ferris que unen Santander con Porstmouth, pero mientras esperaban buscaron un edificio abandonado en la capital cántabra, sin electricidad, ni agua corriente, ni ventanas. Allí han pasado todo el invierno esperando el momento de colarse en algún barco… hasta que apareció en escena el coronavirus.

Cuando estalló la pandemia se cancelaron los ferris y ellos se quedaron en el limbo. Al conocer su situación, y buscando un lugar donde poder acogerlos para pasar el confinamiento, la Consejería de Asuntos Sociales de Cantabria contactó con Nueva Vida, una ONG evangélica que ayuda desde hace años a mujeres en situaciones difíciles y trabaja también en la cárcel y con personas sin techo.

Al mismo tiempo, la consejería pidió ayuda al Obispado de Santander solicitando un edificio para meter a estos jóvenes, y el obispo, Manuel Sánchez Monge, propuso entonces la casa de espiritualidad Monasterio del Soto. La manutención y el apoyo educativo lo proporciona la ONG evangélica, y el Obispado cede el edificio, «uno de los grandes bienes diocesanos», explica Óscar Mario Ugalde, párroco de los 18 pueblos del valle y director de la casa de espiritualidad.

«Solo quieren una vida mejor»

Ugalde ha estado hablando estos días con ellos y cuenta que «son personas que huyen de un país que económicamente está destrozado». «Ellos quieren tener una vida mejor, como todos. Buscan simplemente llegar al Reino Unido para conseguir trabajo. Son jóvenes que quieren mejorar su vida, como muchos españoles que tuvieron que irse de España hace décadas. Algunos tienen hijos, y otros han dejado allí a sus padres y tienen que cuidar de ellos desde la distancia».

Antes de llegar, en el pueblo había quien se mostraba reticente ante los nuevos vecinos, pero el sacerdote invitó al alcalde y las dudas se disiparon: «Le pedí una pelota de fútbol para que pudieran jugar y estuvo hablando con ellos. Son buenas personas, hijos de Dios. Cuando les dio el balón no paraban de darle las gracias».
El Estado de alarma ha hecho que no puedan salir del monasterio estos días. Ellos tienen su horario de levantarse y acostarse, sus clases de español y su tiempo de ocio, hasta que a las doce de la noche les mandan a dormir. También ayudan en la limpieza del monasterio y de sus habitaciones. «Esto a veces parece un seminario internacional, por el estilo de vida», ríe Ugalde.

 «La caridad como puerta de entrada»

La mayoría de los albaneses son musulmanes, pero no practican. Son víctimas de la orfandad de Dios que generó el comunismo en su país durante décadas. «Uno de ellos, el que mejor habla español, me vino a decir que todo eso de la religión les suena a algo antiguo, que ellos no lo han conocido. No les han transmitido ninguna fe. No tienen formación religiosa. No saben lo que es un sacerdote. A mí me presentaron como “el jefe religioso”», lamenta el director de la casa de espiritualidad. Sin embargo, «les decimos que están en un centro de la Iglesia y que esto no es solo una cuestión humanitaria. La ONG también les dice que todos hacemos esto porque somos cristianos».

Actividad pastoral no hay, de momento. «Estamos esperando a que se sientan como en casa y luego podríamos plantear alguna cosa, porque llevan apenas una semana con nosotros. Se tiene que hacer con mucho cuidado y desde la libertad con la que han llegado, y también hay que vencer las barreras del idioma. Se tienen que ir adaptando, hay que ir despacio. La caridad es la primera puerta de entrada».

«Si nosotros no respondemos, nadie lo va a hacer»

Precisamente de puertas trata el proyecto abierto estos días por la Delegación de Migraciones de Valencia, cuyo responsable es Olbier Hernández: «Cuando se declaró el Estado de alarma empezamos a prepararnos para lo que iba a venir. Así nació Tocan a mi puerta, una plataforma en la que quien necesite ayuda la puede pedir, y en la que quien tenga algo que dar, lo puede ofrecer», explica.

Así pasaron de ayudar a 24 familias a acoger a 57 solo en un mes, procedentes de 14 países, la mayoría migrantes y refugiados. «Son familias que están en su mayoría fueran del sistema, en una situación de vulnerabilidad extrema. No existen para ninguna de las administraciones. Si nosotros no respondemos, nadie lo va a hacer».

Así, desde la delegación ofrecen acompañamiento jurídico, material y espiritual. Además de asesorar y ofrecer alimentos y medicinas, dan atención espiritual «según el grado de compromiso» de estas familias. «Tenemos en grupos de WhatsApp a 600 personas que reciben el Evangelio del día y una reflexión». A los que son musulmanes, explica Hernández,  «les preguntamos cómo están y cómo viven su fe en estos días». De hecho, «hace 20 días hubo una iniciativa de oración islámica y nos unimos a ellos tocando las campañas del templo, porque estamos juntos en esto», cuenta el delegado.

Junto a estas familias, la Delegación de Migraciones de Valencia también ha organizado, por iniciativa del cardenal Cañizares, arzobispo de la diócesis levantina, la acogida de cuatro argelinos procedentes del CIE de la ciudad. «Los jueces no los ponen en libertad si no hay alguien que los pueda acoger», explica Hernández.

Al piso de la delegación llevan cada dos días comida y las medicinas que precisa uno de ellos. «Son una familia más, se organizan y limpian el piso, y soportan con paciencia el confinamiento, como todos. Para ellos hay una dificultad añadida, porque están lejos de su familia».

Para el delegado, «es clave entender que necesitamos a todas estas personas, su juventud, sus ganas de vivir y de trabajar, su humanidad». Ellos reciben ayuda, añade, «pero también quieren ayudar». «No podemos dejarlos de lado. No se trata de que ahora les mandemos al campo a coger fruta durante la pandemia porque nos haga falta, y luego echarlos porque no nos sirven». Los migrantes «no son cifras, son personas humanas, y llevan encima una historia de amor y de dolor. Les tendríamos dar las gracias por permitirnos entrar en sus vidas, en su pobreza y desamparo, por compartir la vida», concluye.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

Fuente: Alfa y Omega