El Jesús crucificado por
amor ha expresado como nadie que la compasión —padecer con— desvela las
entrañas del Dios misericordioso y la dignidad del hombre que es compadecido
La
Semana Santa se inicia con el Domingo de Ramos. Jesús partió desde Betfagé, al
otro lado del monte de los olivos, montado en una borriquilla hasta Jerusalén.
Este itinerario se actualiza cada año en la llamada procesión de ramos, que,
bendecidos, se guardan en las casas como recuerdo. Aún conservo yo palmas de
los años pasados en Segovia.
Este año, debido a la pandemia, la procesión no se realizará litúrgicamente. Su simbolismo, sin embargo, no queda afectado por el virus. Podemos vivirlo interiormente. El Papa emérito Benedicto XVI distinguía en la peregrinación, sin separarlas radicalmente, la dimensión externa de la interna. Sin la interna, la externa queda devaluada. Lo mismo puede decirse de las procesiones: sin el camino interior hacia la conversión, lo externo puede resultar ineficaz. Rasgad el corazón, no las vestiduras, decían los profetas.
El
pueblo lo aclama con cantos y reconoce su señorío. Pero, inmediatamente
después, la liturgia proclama el evangelio de la pasión para indicar que la paz
que trae Jesucristo es fruto de su pasión y muerte. Se cumple lo que dice Jesús
a los discípulos de Emaús: es preciso que el mesías padezca para entrar en su
gloria.
Pasión y gloria son inseparables en la vida de Jesús y del cristiano. Procesionar interiormente lleva consigo aceptar la pasión para disfrutar de la gloria. En este tiempo de pandemia podemos hacer este ejercicio espiritual. Todos, de una u otra manera, estamos sufriendo: bien por haber perdido un ser querido o conocido, bien porque vivimos en nuestra familia el sufrimiento de un contagiado, bien porque nos asalta el temor de ser futuras víctimas.
Sufrimos
también con quienes sufren en una solidaridad fraterna expresada de diversas
maneras, con iniciativas nacidas del amor que restauran la imagen tantas veces
negativa que tenemos del hombre. En este sentido, padecer con otros y por otros
enaltece al hombre. Es parte de su dignidad. El Jesús crucificado por amor ha
expresado como nadie que la compasión —padecer con— desvela las entrañas del
Dios misericordioso y la dignidad del hombre que es compadecido. Por eso
aplaudimos a quienes compadecen, como signo de nuestro respeto y admiración.
La gloria verdadera sólo viene de la entrega de uno mismo. La gloria de la que habla Cristo y el evangelio no es la que recibimos de los hombres. De esta gloria dice Jesús: «¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44). Esta gloria que viene del único Dios es la que inunda a Jesucristo en su propia entrega: es la gloria del amor, que le lleva a la cruz para vencer la muerte y resucitar glorioso del sepulcro. Es la gloria de su servicio a la humanidad entregando la vida.
Es
la gloria del Siervo, que, aunque aparezca ultrajado y desfigurado, brilla con
el esplendor de una belleza que no se queda en las apariencias sino que desvela
el sentido último de la condición humana: entregar la vida por amor. Esa es la
verdadera gloria, la que nadie nos puede arrebatar ni oscurecer, ni siquiera la
muerte, porque es propio de Dios vencer hasta la misma muerte. Vivir esta
pasión y gloria en el interior es realizar una verdadera procesión de ramos.
+ César Franco
Obispo de Segovia.