«Vean
vuestras buenas obras y den gloria a Dios» (Mt 5,16)
El Jueves
Santo reviste este año una especial significación a causa de la pandemia del
coronavirus. Es el día del amor fraterno, que nace de la entrega de Cristo en
la Eucaristía, donde reparte su cuerpo y ofrece el cáliz de su sangre a su
Iglesia. Comparte con nosotros su existencia para que hagamos lo mismo:
entregarnos a los demás. Si él ha lavado los pies de los apóstoles, debemos
lavar los pies a los hermanos. Si él ha dado la vida por los hombres, también
nosotros debemos ofrecerla a los demás. «En esto hemos conocido el amor: en que
él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los
hermanos» (1Jn 3,16).
La situación de pandemia en que vivimos ha puesto de manifiesto que el hombre es capaz de entregarse a los demás plenamente aun con el sacrificio de su propia vida. Así ha ocurrido ya con sacerdotes, personal sanitario y servidores del orden público que han muerto en razón de esta entrega o sufren el contagio. Pero no sólo se contagia el virus. También el bien y el amor es contagioso cuando abrimos nuestro corazón a la verdad de Dios y del hombre. Eso es lo que hace Jesús el celebrar la Nueva Alianza: comunicarnos el amor del Padre y entregarnos el mandamiento del amor.
La Eucaristía que instituye Jesús en el jueves antes de su pasión es una
llamada a vivir la comunión de bienes, tanto espirituales como materiales. En
los Hechos de los Apóstoles, la misma Iglesia que celebra la «fracción del pan»
es la que exhorta a poner los bienes propios a los pies de los apóstoles para
vivir la comunión con los más pobres. Una eucaristía que no se expresara en la
caridad con los pobres no sería auténtica. Por eso, san Pablo reprocha a la
comunidad de Corinto su modo indigno de celebrar la eucaristía: «Cuando os
reunís en comunidad, eso no es comer la Cena del Señor, pues cada uno se adelanta
a comer su propia cena, y mientras uno pasa hambre, el otro está borracho. ¿No
tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de Dios
que humilláis a los que no tienen?» (1Cor 11,21-22).
Se aproximan tiempos recios, cargados de dificultades para los más pobres y desprotegidos. La Iglesia, como ha hecho siempre, está llamada a vivir desde la eucaristía la comunión con los más pobres, empezando por promover entre nosotros la sobriedad de vida, como enseña el apóstol: «Sed sobrios. Velad» (1Pe 5,8). Debemos regular con austeridad nuestro consumo, renunciar a gastos superfluos, practicar el ayuno como signo de solidaridad con los que no tienen y para compartir con los necesitados no sólo lo que nos sobra sino lo que consideramos necesario, que en muchas ocasiones no lo es. Como dice san Basilio: «Es del desnudo el vestido que guardas escondido en tu baúl… no compartir con los pobres los bienes propios es robarles y quitarles la vida».
La sobriedad de vida requiere centrarnos en lo esencial y poner todas las facultades de nuestro ser al servicio de los más débiles. Supone considerar el tiempo no en beneficio propio, sino a favor de los que sufren la soledad, la ancianidad, el sufrimiento ante la pobreza que tanta angustia causa. ¡Compartamos nuestro tiempo con los demás! Una visión de la Iglesia, fundada sobre el ejemplo de Cristo, nos urge a la creatividad poniendo en marcha iniciativas y cauces que favorezcan la comunión de bienes, según el principio moral de san Pablo: «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1Cor 12,26).
Junto al compromiso personal de cada cristiano, debemos fomentar el testimonio eclesial y comunitario administrando con justicia y caridad los bienes diocesanos, parroquiales y los que pertenecen a instituciones eclesiales como son los santuarios, cofradías y asociaciones cristianas. Sabemos bien que una de las finalidades fundamentales de los bienes parroquiales es, junto al sostenimiento del culto y la promoción de la evangelización, fomentar las obras caritativas de modo que se cumpla entre nosotros lo que dice el libro de los Hechos de la primitiva comunidad: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma […] Entre ellos no había necesitados» (Hch 4,32.34).
Con el fin de
cumplir con esta exigencia pastoral que atañe al cuidado de los pobres, con la
ayuda de los diversos consejos diocesanos y de los arciprestes, estudiaremos la
manera de regular la administración de los bienes que puedan ser destinados a
las personas y familias que han quedado en grave necesidad como consecuencia de
esta epidemia. Exhorto, pues, a toda la comunidad diocesana a vivir desde esta
conciencia de solidaridad, que nace de la fe en Cristo y de la eucaristía que
diariamente celebramos. En este sentido la colecta de Cáritas, que coincide
siempre con la celebración del Jueves Santo, ayudará a paliar estas
necesidades.
También os
pido a cada uno de vosotros, desde la comunidad cristiana a la que pertenecéis
(parroquias, cofradías, institutos de vida consagrada), que nos sugiráis o comuniquéis
aquellas iniciativas que estiméis oportunas para llevar a cabo el ejercicio de
la caridad fraterna. Entre todos podemos hacer más efectiva la administración
de los bienes teniendo en cuenta el primado de la caridad. Se trata de cumplir
el mandato del apóstol Santiago: «Si un hermano o una hermana andan desnudos y
faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y
saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (Sant
2,15-16).
Vivamos,
pues, en coherencia con nuestra fe que en estos días brilla en la liturgia del
triduo sacro, aunque lo celebremos sin grandes asambleas. Es la liturgia
universal e imperecedera, pública y comunitaria por sí misma, cuyos efectos
llegan a todos a pesar de la pandemia. Nada debe impedir que también brille en
el mundo la luz del testimonio cristiano, nuestra hermosa vocación que Jesús
resume en estas palabras del sermón de la montaña: «Vosotros sois la luz del
mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se
enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que
está en los cielos» (Mt 5,14-16).
Con mi
constante recuerdo de las familias que han perdido un ser querido, de los
difuntos, enfermos y todos los que os dedicáis a luchar contra la pandemia, os
bendigo de corazón a todos los segovianos y me encomiendo a vuestras oraciones.
En Segovia, a
tres de abril de dos mil veinte.
+ César Franco
Obispo de Segovia.