Quiero que el coronavirus saque lo mejor de mí y no lo peor,
ayudaré guardándome o ayudaré sirviendo, ayudaré dando la vida en lo concreto
sin miedo a perder mis seguridades
Tengo miedo. Y a veces el miedo me hace ver la realidad peor de lo
que es. Surge en el alma el miedo a perder la vida, a enfermar, a que enfermen
los que amo, a que me contaminen, a contaminar yo a otros.
El miedo a la
cuarentena, a vivir aislado, a la crisis económica, al caos. El miedo a la
violencia, a la ira propia y a la de otros. El miedo a que no me respeten,
abusen de mí, no me amen, no me cuiden.
El miedo a enfrentar la verdad, el miedo a la vida llena de
incertidumbres. ¿Qué va a pasar? ¿Cómo va a seguir la
vida? ¿Qué voy a hacer en medio de esta crisis mundial? El miedo despierta en
el corazón inquieto.
El padre José Kentenich comenta: “El instinto
primordial de mi alma es el amor. El peso, la fuerza de gravedad de mi alma es
el amor. El instinto primordial no es el temor, sino el amor”.
El amor dentro de mí es más fuerte que mi miedo. El amor a
Dios, a los hombres. El amor de misericordia que se compadece de los más
frágiles y sufre con el que sufre.
En medio de mis
miedos me piden que sea prudente. Que lo haga
por amor. Que me cuide para cuidar a otros. Para proteger a los mayores, a los
más quebrantados de nuestra sociedad. Que sea solidario. Se acabó lo individual, importan todos, vamos
juntos. La prudencia es necesaria para enfrentar el miedo.
Pero no
necesariamente el miedo y la prudencia van de la mano. No siempre está lleno de
miedo el prudente. Y no siempre el miedoso es realmente prudente en sus actos.
El miedo se contagia más rápido que cualquier virus y me priva del
juicio razonable y justo. Me asusto y asusto a los demás y brota el pánico. Y dejo de hacer cosas por miedo. O hago otras
diferentes.
Esa emoción se
mete dentro del alma y me lleva a decisiones precipitadas, o mal pensadas. El
miedo puede paralizarme. Puede ponerme en el centro. Me quiero cuidar a mí
mismo, a mis amigos, a mis parientes. Quiero proteger a los que amo.
Y cierro mis puertas, para no contagiarme. Y eso es
bueno, pero quizás más allá, quiero tener un corazón solidario, con entrañas
de misericordia, como el de Jesús.
Quiero proteger
a otros, a los que tienen menos salud o más años que yo. Cercanos a mí o más
alejados, no importa. Le pido a Dios que nos enseñe a
cuidarnos unos a otros.
¿Cómo se puede vivir con paz en medio del miedo y la incertidumbre? Para el
cristiano es posible. Para el que ha puesto su
confianza en Dios. Para el que vive anclado en los brazos de María.
No sólo con
rezar se solucionan los problemas. No creo en un Dios milagrero al que le pido
y me despeja los caminos, sólo por mi fe. Sí creo en el Dios peregrino que camina a mi lado sosteniendo mis pasos.
Para que viva
confiado, para que el miedo no me paralice, para que no minimice los riesgos de
mis actos, para que no desconfíe de las medidas preventivas. Para que mire a mi
alrededor, más allá de mí, más allá de los míos.
Dios quiere que
sea prudente y quiere que viva arraigado en su corazón. No es tan sencillo,
sobre todo cuando mi mundo parece tambalearse y las noticias son preocupantes.
Y entonces doy
valor a las cosas importantes. Y dejo de preocuparme por lo que no es tan
valioso. Cuando la vida está en peligro
cobra más fuerza lo esencial. Los vínculos humanos, el
amor filial, esponsal, fraterno, de amistad.
Puedo
pasar más tiempo con mi familia. El tiempo entra en otra
dimensión cuando todo se paraliza. El miedo puede hacerme perder
la alegría. ¿En quién he puesto mi confianza?
En estos
momentos me doy cuenta de la hondura de mi fe, de la madurez de mi vida
cristiana. No tanto para pedir que Dios milagrosamente detenga todo el mal que
me amenaza. Sino para que su Espíritu sostenga mi
confianza. Y ensanche mi corazón para amar mejor.
¿Por qué tengo
miedo? ¿Acaso no le he dicho una y mil veces a Dios que mi vida está en sus
manos?
Mi madre me quitaba
el miedo cada noche al morir el día, siendo niño. Ahora es mi Madre, es Jesús,
es Dios quien me sujeta de la mano cuando mis miedos más oscuros luchan por
quitarme la alegría.
Vuelvo a mirar al cielo. ¿No estoy hecho acaso para la vida
eterna? Esa vida que nada podrá matar. Esa vida que ningún dinero me podrá
asegurar.
Creo en ese Dios
que me ama con locura y guía mis pasos. No me va a dejar solo
nunca. No va a dejar que mi barca se hunda en alta mar. Va a cuidar
mis pasos en la tormenta.
Sabe que le he
entregado toda mi vida. He puesto en sus manos mis sueños, mis anhelos, mis
deseos. Sabe que le he dicho tantas veces que confío en su poder.
Y yo pongo mi
confianza en el dinero, en mis seguridades humanas. Puedo pensar sólo en mí
olvidándome del resto. Puedo abastecerme de todo, para que nada me falte.
Pero es más bien el momento de pensar en los frágiles, en los
vulnerables, en los más necesitados. Es el momento para ser solidario y salir de mí.
Es el momento de
ampliar la mirada por encima de mis barreras. Si me protejo no es por mí, es
por proteger al más débil.
Quiero ser generoso. No voy solo en el barco de la vida. Camino con
otros. Voy con otros. Quiero que esta situación saque
lo mejor de mí y no lo peor.
Ayudaré guardándome. O ayudaré sirviendo. Ayudaré dando
la vida en lo concreto sin miedo a perder mis seguridades. Cada uno desde el
lugar en el que le toca vivir este momento.
Soy hijo de Dios
y esa confianza me sostiene en medio de mi camino. Él camina a nuestro lado. No
le tengo miedo a la vida, ni a la posibilidad de llegar a perderla.
En mis actos se
juega mi humanidad y la madurez de mi fe. En mi forma de enfrentar una crisis
con altura, confiado, con paz. Quiero
vivir mi miedo anclado en Dios, en el corazón de María.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia