«Alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación» (Lc 21,27)
Queridos diocesanos:
La dramática situación que vivimos, por causa de la pandemia del COVID-19, me apremia a dirigirme a vosotros para expresar los sentimientos de la comunidad diocesana, que me llegan directamente, de los sacerdotes y los míos propios.
Pasamos por un tiempo de prueba y purificación que el Señor ha permitido en su providencia. La historia del pueblo de Dios, desde Abraham hasta hoy, está forjada con el entramado de pruebas que han provocado, junto al sufrimiento y la muerte, frutos de purificación, paciencia, solidaridad y caridad fraterna. En estos días, la fragilidad y el dolor nos ha unido entre nosotros y con el Cristo sufriente que no deja de acompañar a su pueblo y de padecer con él. Quiero expresar en primer lugar, mi comunión y la de toda la diócesis con aquellos que más han sufrido: los que han muerto o están en grave peligro de fallecer, los familiares y amigos que les acompañan con cariño y profunda compasión. La compañía en el sufrimiento es propia del cristiano, porque responde a la compañía que Cristo ha tenido con nosotros al padecer y morir en la cruz. Os acompañamos con nuestra plegaria y afecto sincero
1. También deseo expresar la gratitud y el
reconocimiento de la Iglesia a los que forman esa inmensa familia de sanitarios
—investigadores, médicos, enfermeras, auxiliares, celadores y personal de todo
tipo de servicios que forman los hospitales— que, de modo tan ejemplar, se han
implicado hasta con el riesgo de su propia salud, en la atención a los enfermos
de esta pandemia. Sois verdaderos samaritanos que, ante el sufrimiento ajeno,
mostráis la capacidad que el hombre tiene de amar y dar la vida por sus
hermanos. Para cuantos creemos en Dios, sois expresión viva de sus entrañas
compasivas. Os acompañamos con nuestra gratitud, oración y afecto. Soy
consciente de que necesitáis en muchos momentos ayuda y consuelo espiritual.
Quisiéramos estar físicamente a vuestro lado. No es posible. Pero estamos con
vosotros y junto a vosotros, no sólo con el aplauso diario, sino desde la
comunión que Cristo ha establecido entre todos los hombres.
Mi
pensamiento alcanza también a las fuerzas de seguridad del Estado, policías,
militares, guardias civiles, que, como servidores públicos, trabajan para que
los ciudadanos seamos responsables en el cumplimiento de las disposiciones
dictadas por las autoridades competentes. Hoy mismo me comentaban que en el
santuario de la Fuencisla, donde el Santísimo Sacramento es expuesto a la
adoración, entran policías y guardias a rezar y volver a sus diversos trabajos.
Que la Virgen, nuestra Patrona, os acompañe y sostenga sin desfallecer en
vuestro servicio público imprescindible. ¡Gracias por vuestra entrega generosa!
No
quiero olvidar a tantas personas, agentes de pastoral y seglares, creyentes o
no, que ayudan a personas imposibilitadas en sus necesidades ordinarias y a
cuantos consuelan a los que sufren por los medios telemáticos modernos.
Aunque
he dejado para el final a los sacerdotes, no son los últimos en su generoso
servicio a los demás. Algunos de ellos en Segovia están contagiados. En Italia
se ha dado la cifra de 51 muertos. Quiere decir que, como ministros del Señor,
no abandonan a su rebaño en momentos difíciles, sino que lo acompañan con
diversas iniciativas y con la eucaristía que cada día se ofrece por los fieles,
aunque la celebren solos. La eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y
en ella nos encontramos unidos con una intensidad que ni siquiera sospechamos.
Hermanos sacerdotes, dad gracias a Dios por vuestro ministerio.
2. Muchos se han preguntado durante estos
días sobre el sentido de esta pandemia y cómo podemos crecer en nuestra
humanidad desde una situación que hace patente el límite mismo de la condición
humana: la enfermedad y la muerte. Hay lecciones que se aprenden enseguida,
apenas alcanzamos el uso de razón: somos frágiles, mortales. Carecemos de la
capacidad de vencer, con nuestras propias fuerzas, el límite que nos aproxima a
la muerte. Quizás entendemos mejor ahora el rito que inaugura la Cuaresma: la
imposición de la ceniza con sus certeras palabras: acuérdate de que eres polvo
y al polvo volverás. La cultura actual, con su crecida y vana autosuficiencia,
nos ha hecho olvidar lo que los grandes filósofos siempre han considerado: el
hombre es la caña más frágil del universo. Memento mori. No somos dioses y es
locura creer que lo somos. Es de sabios asumir la fragilidad de la que habla la
Escritura: «Toda carne es como hierba y todo su esplendor como flor de hierba:
se agosta la hierba y la flor se cae» (1 Pe 1,24). Ganaríamos en sabiduría si
aprendiéramos esta lección y orientáramos nuestra vida desde actitudes y
principios morales que no tengan sólo en cuenta la llamada «sociedad del
bienestar», sino la «sociedad del espíritu», ése que cuando se escarba un poco
en el hombre, acosado por su límite, florece casi espontáneamente. Como ha
dicho un extraordinario poeta mejicano, que fundó un hogar para huérfanos, «soy
más que todo esto/ que cabe en la clausura de la piel».
Acompañemos,
pues, al hombre en su dolor, ese hombre doliente del que trata V. Frankl en sus
escritos humanísticos, pero que nuestra compañía le abra al horizonte que
trasciende su fragilidad: el del mundo del espíritu abierto a perspectivas de
plena humanidad y de vida eterna. Seamos humildes ante la constatación de la
impotencia. Podremos vencer al virus, en efecto, pero jamás venceremos el miedo
que nos inculca nuestra condición mortal si no hacemos germinar la semilla de
inmortalidad que Dios ha puesto en nuestra carne humilde.
3. Con esta carta quiero, como si fuera un
pregón, recordaros que en breve celebraremos la semana santa en la que Cristo
aparece como Siervo sufriente de Dios cargando con nuestras enfermedades y
dolencias —físicas y espirituales— y venciendo la muerte con su resurrección.
Será una semana santa muy atípica, sin casi fieles, privada de su solemnidad,
reducida a lo más esencial: el amor ofrecido de Cristo en la eucaristía, en la
cruz y en la vida resucitada. Pero en medio de esta sobriedad quedará intacto
su misterio como una flor que brota en el desierto, como un manantial en tierra
seca capaz de convertir el desierto en un vergel. Todo es esperanza. Por eso,
os invito a vivir estos días como el Señor propone. Seguramente nos servirá
para entender mejor su anonadamiento, su morir fuera de la ciudad santa de Jerusalén,
como un desposeído de su regia ciudadanía, como si fuera un malhechor, un
apestado. Aprendamos qué significa vivir hacia dentro de nosotros mismos y
hacia dentro de nuestros hogares. Os invito a «celebrar» la semana santa en la
«pequeña iglesia» que es vuestra casa. Los padres sois sacerdotes de vuestros
hijos. Los mayores sois la rica tradición de nuestro pueblo. Ejerced vuestra
veteranía y convocad a la familia en torno a la mesa. Permitidme estas
sugerencias:
+ El
jueves santo, a la hora de comer, poned en la mesa un pan y una copa de
vino, recordando la Cena del Señor. Leed algún pasaje evangélico (el lavatorio
de los pies de Juan 13; o la institución de la eucaristía que nos trasmite san
Pablo en 1 Corintios 11, 23-34. Y rezad unidos el Padrenuestro dando gracias a
Dios por la eucaristía, el sacerdocio y el amor fraterno. Es muy sencillo,
¿verdad?
+ El
viernes santo, si tenéis un crucifico, ponedlo en un sitio importante de la
casa. Y, cuando paséis junto a él, miradlo con fe —sobre todo a las tres de la
tarde, hora de su muerte— besadlo con devoción y dadle gracias porque ha muerto
por vosotros. Sed agradecidos con quien se puso en nuestro lugar padeciendo la
muerte. Leed algún pasaje de su pasión o el sencillo relato de su muerte y
guardad un momento de silencio, como esos que acostumbramos a hacer cuando
ocurre una tragedia ¿No os conmueve este regalo inmerecido?
+ El
sábado santo, por la noche, encended una vela, como hacemos cuando nos
quedamos sin luz eléctrica. Que os ilumine tembloroso ese cirio que ahuyenta la
oscuridad. Somos cristianos, hijos de la Luz, Cristo es nuestra luz porque ha
resucitado y ha vencido la muerte. Si os atrevéis, cantad el aleluya, porque es
la Pascua del Señor, su paso por nuestras vidas.
Podéis
pedir también a vuestros párrocos las sugerencias que nos llegan de la
Conferencia Episcopal en este tiempo en que la liturgia ha quedado tan
restringida. El Papa Francisco, además, nos ha regalado el don de la
indulgencia plenaria que podemos alcanzar —enfermos, familiares, personal
sanitario y cuantos no puedan asistir físicamente a la liturgia— participando a
través de los medios de comunicación en alguna celebración, leyendo la Palabra
de Dios o recitando —con un corazón convertido que rechaza el pecado— las
oraciones clásicas (Credo, Padrenuestro, Salve o Avemaría). Con este gesto, el
Papa quiere expresar que Dios nos abraza con su misericordia y nos otorga el
perdón. Cuando acabe el confinamiento podremos confesar y comulgar haciendo
efectiva sacramentalmente la gracia de su misericordia.
4. Hace días comunicaba oficialmente que
la misa crismal ha sido aplazada. La Santa Sede ha dado facultad a los obispos
para celebrarla en un día que sea posible reunir a la comunidad diocesana. Como
sabéis, en esa misa se consagra el santo crisma, se bendicen los óleos de
catecúmenos y enfermos y los sacerdotes renuevan sus compromisos sacerdotales.
La importancia y significado de esta misa es tan grande que me ha parecido
conveniente, en bien de toda la diócesis, trasladarla a la fecha que se
comunicará una vez terminado el estado de alarma y el confinamiento. Será así
una ocasión providencial para dar gracias a Dios por haber terminado este
tiempo de prueba y celebrar con gozo la comunión diocesana. En esta misa, que
rompe la austeridad cuaresmal y se celebra —si se puede— el jueves santo por la
mañana, la comunidad cristiana desborda de gozo al festejar la gracia de los
sacramentos, conferidos mediante el crisma y el óleo santo, y al unirse con los
sacerdotes que renuevan sus compromisos de fidelidad a Cristo y a la Iglesia.
No he querido celebrar tanta alegría en la soledad de la catedral sin la
presencia de los presbíteros y del pueblo santo de Dios. Quiero que esta
celebración nos convoque a todos, como pueblo santo que somos, para proclamar
que, pasada la tribulación, Dios ha estado grande con nosotros y nos permite
recuperar la alegría empañada por esta prueba cantando la victoria de Cristo
sobre la muerte. El es el Viviente, el Primogénito de entre los muertos, el que
enciende la esperanza en los hombres como hizo un día con los discípulos de
Emaús.
Hermanos
todos, sentíos acompañados por vuestro obispo. En cada eucaristía os tengo
presentes y rezo especialmente por los enfermos y sus familias. Rezo con
profundo dolor por quienes enterráis a vuestros seres queridos sin poder hacer
el duelo que deseáis, y también por los ancianos de las residencias que teméis
al contagio. ¡No temáis, desechad todo pensamiento que os agobie! Que el Señor
os proteja de toda tribulación y María, nuestra madre piadosa, cuide de
vuestras casas como cuidó la suya de Nazaret.
Con
mi afecto y bendición.
+
César A. Franco Martínez
Obispo
de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia