Ignoro a Dios y Él me bendice
Mi primer hijo
tiene unos días de nacido, está en su cuna y duerme plácidamente ya avanzada la
noche, después de un baño y alimentarse del pecho de su madre a quien ha
desvelado un poco.
Nació después
de graves complicaciones por las que parecía que no lo lograría. Meses en que
mi esposa rezaba, mientras yo solo aplicaba mi voluntad en procurar todos los
medios posibles que la ciencia aportaba, sin tomar en cuenta aún al verdadero
dueño de la vida.
Hubo un momento
en que todo parecía perdido, y entonces, solo entonces, junto a mi esposa,
clamé a Dios para que nuestro hijo viviera y se nos concedió. Los milagros existen.
Así, la fina e
insondable franja entre el ser y el no ser había sido salvada.
Antes del parto
pudimos escuchar su corazoncito, ver su difusa imagen y conocer su sexo, mas
con un poder superior a los medios tecnológicos, fuimos sus padres quienes lo
pudimos ver y sentir en nuestros corazones, como el más maravilloso don de
nuestro amor.
El don de un
ser único e irrepetible, que irrumpía en nuestras vidas para ser amado.
Un impulso me
hace abrir la cuna, inclinarme y darle el más tierno beso aspirando su dulce
olor infantil, mientras reconozco en él los rasgos familiares. El amor
me sobrecoge y revela la profunda verdad de que hemos sido hechos por amor, y
para el amor.
Reconozco ahora
que siempre había aceptado la existencia de Dios sin darle injerencia en mi
vida cotidiana, pues no sentía necesitarlo mucho. Era joven,
saludable y tenía ese éxito que hace la vida atractiva y placentera.
Eventualmente
aparecía un toque de dolor en los seres que amaba, o de cierta necesidad con
crisis de incertidumbre.
Entonces, y
solo entonces, actuaba como si me acordase de un número de teléfono que
comunicaba con el cielo, el cual marcaba para iniciar un estéril monólogo con
el Dios de mis apremios, siempre en término de peticiones.
Nunca de
escucha, agradecimiento o consulta de cosas que yo consideraba “ordinarias” en
las que la última palabra la tenía mi humana inteligencia. Como si tales cosas
no le importasen, simplemente porque yo creía no necesitarlo.
En realidad,
era mi Dios ignorado
Ahora, ante
una indescriptible desproporción entre la capacidad natural de engendrar de mi
esposa y mía, y la aparición de la existencia de un nuevo ser, siento la
percepción inmediata de lo divino.
Como una
llamada de atención, un paternal reclamo.
Y una luz
penetra mi razón, haciéndome comprender que más allá de lo biológico no tengo
en mí el poder de la creación de una persona cuya existencia contiene en sí un
valor de eternidad.
Es entonces que
comprendo que mi Dios ignorado me bendice, y en el silencio de la
noche, junto a la cuna, musito una oración, después de mucho tiempo de no
hacerlo.
Será desde
ahora una oración constante, íntima y espontánea que abarque todos los aspectos
de mi vida. Una oración con un Dios que es padre y fuente de toda paternidad.
Un Dios que es amor y fuente de todo amor.
Orfa Astorga
Fuente: Aleteia