Decía
san Juan Crisóstomo que las Escrituras eran las cartas que Dios ha escrito a
los hombres para mostrarles su voluntad y sus designios
Por deseo del Papa Francisco, el
tercer domingo del tiempo ordinario debe dedicarse a mostrar el valor de la
Palabra de Dios en la vida de la Iglesia y del cristiano. Durante la
preparación del Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II pedía examinar cómo se
habían recibido las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II.
Respecto a la Dei Verbum (dedicada a la Palabra de
Dios), preguntaba en qué medida «la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente
el alma de la teología y la inspiradora de toda la vida cristiana», pues el
Concilio la presenta como «sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de la fe
para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual»
(DV 21).
No se puede evangelizar si
faltan los testigos de la Palabra de Dios, «regla suprema de la fe de la
Iglesia» (DV 21). Si vale el símil, sólo quien ha comido la Palabra de Dios,
como hace físicamente el profeta Ezequiel, podrá anunciarla con autoridad ante
los demás. Quisiera equivocarme al decir que, a pesar de
todos los esfuerzos por estudiar, meditar y asimilar la Palabra de Dios,
estamos aún lejos de lo que soñaba el Concilio.
No se trata sólo de leer y
conocer la Biblia. Debemos asimilarla como Palabra de Dios, convertirla en
norma de conducta y principio estructurador del cristiano que aprende a tener
los criterios y pensamientos de Dios. Decía san Juan Crisóstomo que las
Escrituras eran las cartas que Dios ha escrito a los hombres para mostrarles su
voluntad y sus designios.
Debería conmovernos, por
tanto, el hecho de que Dios se dirija al hombre con palabras humanas, como
conmovió a Edith Stein (santa Teresa Benedicta de la Cruz), cuando por primera
vez leyó el Padrenuestro. El hecho de que haya en el mundo —escribía el
cardenal Ratzinger— «una palabra de Dios accesible a nosotros es la realidad
más impresionante que cabe pensar, pero estamos embotados por el hábito para
percibir el prodigio de esta comunicación».
No olvidemos que el fin de
esta comunicación es la conversión. Ahí está el ejemplo de los santos que se
convirtieron al escuchar la Palabra de Dios: San Agustín, San Antonio Abad, San
Francisco de Asís. La fuerza de esta Palabra es la Verdad que la constituye,
válida para todos los hombres. Por eso, se la llama «Palabra de Verdad» y
«Palabra de Salvación», porque la verdad salva, o, como decía Pedro a Jesús, durante
la crisis de Cafarnaúm: «¿A quién vamos a acudir?, Tú tienes palabras de vida
eterna» (Jn 6, 68).
No olvidemos además, que el
nacimiento a la vida de Dios, lo que llamamos «regeneración», se debe al «baño
del agua en virtud de la palabra», que es el bautismo. Dios nos ha engendrado a
su vida mediante la palabra eficaz por medio del agua que nos libera del pecado
y nos constituye en hijos suyos. A semejanza de la primera creación, en la que
Dios creó el universo mediante su palabra, así, en esta nueva creación, su verbo
poderoso nos engendra para la vida eterna.
Se explica que la Palabra de
Dios conforme la vida del cristiano, y así como el hombre va tomando conciencia
de sí mismo y de su ser en el mundo por medio de las palabras que constituyen
en cierto sentido la casa donde crece y desarrolla su personalidad, así el
cristiano desarrolla su personalidad cristiana asimilando las palabras que Dios
le dice desde antaño y que en Cristo han encontrado su sentido definitivo y su
plenitud reveladora.
Porque Cristo, no sólo habló
por medio de los profetas inspirados del Antiguo Testamento, sino que él es la
Palabra definitiva, por medio de la cual Dios hizo los mundos, y, al llegar la
plenitud de los tiempos, nos habló con dichos y hechos para hacernos capaces de
dialogar con Dios como hijos suyos.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia