El Papa Francisco
vuelve a poner en el foco al continente africano, abandonado por Occidente, que
se aprovecha de sus recursos naturales e ignora las carencias con la que viven
sus habitantes
El Papa Francisco besa a un bebé, en brazos de su
madre,
durante su visita al hospital de Zimpeto, en Maputo
(Mozambique).
Foto: CNS
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Durante su viaje a Mozambique, Madagascar y Mauricio hizo un llamamiento
a la paz y la reconciliación, criticó el expolio de las riquezas de estos
países por potencias extranjeras y pidió a la Iglesia que no se encierre en sí
misma y sea signo de esperanza. Como es habitual, estuvo muy cerca de los más
pobres.
El Papa Francisco concluyó
este martes el 31 viaje apostólico de su pontificado, el cuarto a África. Esta
vez, el destino fue el sudeste africano, tres países y, de ellos, dos islas.
Mozambique, Madagascar e Islas Mauricio. Tres países, tres idiomas diferentes y
un mismo recibimiento caluroso y multitudinario. El Pontífice correspondió con
su presencia, sus palabras, acercándose a lugares que los occidentales ni
siquiera ven cuando viajan a estos países para hacer turismo. Y puso en el
centro las demandas y sufrimientos de millones de personas habitualmente
olvidadas desde esta parte del mundo.
Francisco habló claro y
dejó mensajes contundentes a todos los estamentos sociales. Se dirigió a cada
uno según su implicación y responsabilidad. No se dejó a nadie en el tintero,
ni a políticos, ni a la sociedad civil, ni a la propia Iglesia. En el centro,
siempre los más pobres, los desheredados, y los jóvenes.
Dos de las palabras más
repetidas fueron, sin duda, paz y reconciliación. En todas las etapas del
viaje, pero fundamentalmente en Mozambique donde, hace apenas un mes, se firmó
un nuevo acuerdo de paz. Un tratado que, dijo el Papa a las autoridades
mozambiqueñas, sirve para «no dejar que la lucha fratricida sea la manera de
escribir la historia» y sí «la capacidad de reconocerse como hermanos, hijos de
una misma tierra y gestores de un camino común».
Una idea que repetiría ante
60.000 personas en la Eucaristía en el estadio de Zimpeto: «Es difícil hablar
de reconciliación cuando las heridas causadas en tantos años de desencuentro
están todavía frescas. Invitar a dar ese paso de perdón no significa ignorar el
dolor o pedir que se pierda la memoria o los ideales. […] Ninguna familia,
ningún grupo de vecinos o una etnia, menos un país, tiene futuro si el motor
que los une, convoca y tapa las diferencias son la venganza y el odio. No
podemos ponernos de acuerdo y unirnos para vengarnos, para hacerle al que fue
violento lo mismo que él nos hizo, para planificar ocasiones de desquite bajo
formatos aparentemente legales».
Especialmente duro fue al
denunciar el expolio de recursos naturales que estas naciones están sufriendo a
manos de potencias extranjeras con la colaboración necesaria y corrupta de
algunos nacionales. De hecho, fue implacable con la corrupción, aunque tenga como
pretexto el ayudar a la familia. En Mozambique advirtió ante la tendencia «a la
explotación y despojo» de los recursos naturales «guiados por un afán
acumulativo que, en general, es de personas que no habitan estas tierras y que
no está motivada por el bien común».
Lo repitió en Madagascar al
hablar del problema de «la deforestación excesiva en beneficio de unos pocos,
pues compromete el futuro del país y de nuestra casa común». Insistió en
Mauricio, donde lamentó que el crecimiento del país en las últimas décadas no
haya favorecido a todos y haya dejado «a algunos al costado, especialmente a
los jóvenes».
Esperanza juvenil
La juventud tuvo,
precisamente, un papel importante allá por donde pisó el Papa Francisco. Los
animó a no rendirse y a ser decisivos en la construcción de un futuro para sus
países. «Vosotros juntos –así como os encontráis ahora–, sois el palpitar de
este pueblo, donde cada uno juega un papel fundamental en un único proyecto
creador, para escribir una nueva página de la historia, una página llena de
esperanza, paz y reconciliación. ¿Queréis escribir esta página?», dijo en
Mozambique. A la juventud malgache recordó que «Dios es el primero en desmentir
todas las voces que buscan adormecernos, domesticarnos, anestesiarnos o
silenciarnos» ante el futuro y añadió que «el Señor es el primero en confiar en
vosotros y os invita a que también confiéis en vosotros mismos, en vuestras
habilidades y capacidades que son muchas».
Las palabras que Francisco
tenía preparadas para los representantes de la Iglesia que peregrina en
aquellas tierras también fueron firmes. Sin paños calientes. Consciente de que
la Iglesia vive una época de descenso en número, fundamentalmente en lo que se
refiere a vocaciones, Francisco alertó ante la tentación de lamentarse por los
tiempos pasados «en lugar de profesar una Buena Nueva», de modo que «lo que
anunciemos sea algo gris que no atrae ni enciende el corazón de nadie». Para
ello, continuó Francisco, hay que ser consciente de que «los tiempos cambian»
y, por tanto, «como Iglesia tenemos que aprender el camino frente a nuevas
problemáticas».
Esto es, el Papa invitó a
los cristianos a no encerrarse en pequeños grupos sino a salir y a implicarse
en la lucha contra la injusticia: «A menudo permanecemos con los brazos
cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura del mal.
Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, ni con
los brazos caídos, fatalista. ¡No! El creyente extiende su mano como lo hace
Jesús con él».
En Antananarivo, pidió a
los sacerdotes, religiosos, consagrados y seminaristas que no se aferren «a
seguridades económicas, espacios de poder y gloria humana». Por el contrario,
les pidió que respondan con «la disponibilidad y la pobreza evangélica que nos
lleva a dar la vida por la misión». A las religiosas malgaches, con quienes
rezó la hora intermedia, les pidió dos cosas concretas: que no caigan en la
mundanidad, en brazos de «diablos educados que entran y casa y cambian la
disposición», y que hagan de sus monasterios lugares de acogida y escucha,
atentos «a los gritos y las miserias de los hombres y mujeres que están a
vuestro alrededor».
Francisco compatibilizó las
palabras con gestos muy significativos para la Iglesia local como las visitas a
la tumba de la beata Victoire Rasoamanarivo en Madagascar y al santuario del
padre Laval en Mauricio.
Con los más pobres
Bergoglio se mostró, como
suele ser habitual, especialmente cómodo con aquellos que más sufren. Los niños
y adolescentes de la calle en la Casa Mateo 25, donde una veintena de
congregaciones trabajan para ofrecerles un futuro; los enfermos de VIH que
atiende la Comunidad de Sant’Egidio a las afueras de Maputo a través de su
programa DREAM; o los 30.000 habitantes de la bella ciudad de Akamasoa, creada
a partir de un vertedero, un proyecto iniciado por un exalumno del Papa
Francisco. Solo con su presencia ya puso el valor el trabajo realizado en los
diferentes proyectos, aunque también lo expresó en palabras.
Sirvan estas que pronunció
en el centro de atención a enfermos de VIH: «Vosotros no habéis pasado de
largo, no habéis seguido vuestro camino como hicieron otros. […] Cuando nos
vayamos, cuando volváis a la tarea cotidiana, cuando nadie os aplauda ni os
considere, seguid recibiendo a los que llegan, salid a buscar a los heridos y
derrotados en las periferias. No olvidamos que sus nombres, escritos en el
cielo, tienen al lado una inscripción: estos son los benditos de mi Padre.
Renovad los esfuerzos y permitid que aquí se siga pariendola
esperanza». Y estas, en el milagro de Akamasoa: «Vosotros habéis podido
comprender que el sueño de Dios no es solo el progreso personal sino
principalmente el comunitario. Que no hay peor esclavitud, como nos recordaba
el padre Pedro Opeka, que la de vivir cada uno solo para sí mismo».
Hacia los más vulnerables
fue también el último gesto del Papa Francisco en tierras africanas, justo
antes de subirse al avión que le llevaría de regreso a Roma: se vio con un
grupo de mujeres ancianas en representación de las personas en situación de vulnerabilidad
que atiende todas las semanas la nunciatura apostólica en Madagascar.
Fran Otero
Fuente: Alfa y Omega