El perdón
de los pecados es un don gratuito de Dios. Ese perdón supone que uno reconoce
su propio pecado y que se duele sinceramente por haber actuado contra Dios
El
dolor ante los pecados que uno ha cometido puede ser de dos tipos: imperfecto o
perfecto. El dolor imperfecto se llama dolor de atrición. El dolor perfecto se
llama dolor de contrición.
La explicación de los mismos fue elaborada a lo largo de los siglos y madurada de modo especial durante el Concilio de Trento.
¿En qué consiste el dolor imperfecto o atrición? Veamos cómo viene explicado en el “Catecismo de la Iglesia Católica”:
“La contrición llamada ‘imperfecta’ (o ‘atrición’) es [...] un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador.
Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf. Concilio de Trento: DS 1678, 1705)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1453).
El texto recoge elementos esenciales de la atrición. Primero, recuerda que la
atrición es don de Dios: descubrir que uno ha pecado es un resultado de la
acción de la gracia en el corazón de un hombre. Segundo, describe aspectos de
este dolor imperfecto: la pena ante el propio pecado surge al ver la fealdad
del mismo y al considerar sus efectos (especialmente la posibilidad de una condenación
eterna, es decir, del infierno). Tercero, subraya que la atrición no basta para
perdonar los pecados graves, aunque prepara el corazón para acudir al encuentro
con la misericordia en el sacramento de la confesión.
El otro dolor es perfecto y se llama contrición. Veamos nuevamente cómo es
presentado por el “Catecismo de la Iglesia Católica”:
“Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es ‘un
dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no
volver a pecar’ (Concilio de Trento: DS 1676).
Cuando
brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama
‘contrición perfecta’ (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las
faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende
la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión
sacramental (cf. Cc. de Trento: DS 1677)” (Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 1451-1452).
Los dos números del Catecismo que acabamos de transcribir nos presentan
elementos fundamentales del dolor de contrición (o dolor perfecto). En primer
lugar, tal dolor surge desde el amor a Dios, al que el pecador ama “sobre todas
las cosas”. En segundo lugar, este dolor implica detestar el pecado y un deseo
sincero por no volver a cometerlo.
Además, se indican dos efectos importantes de la contrición: perdona los
pecados veniales; y perdona también los pecados mortales, a condición de que
haya un propósito firme de acudir cuanto antes al sacramento de la penitencia.
Estas son, en sus líneas básicas, las diferencias entre el dolor de atrición y
el dolor de contrición. Los dos surgen desde la acción de Dios en el alma del
pecador. Los dos llevan a la búsqueda de su misericordia. Los dos nos
introducen en la gran fiesta de los cielos que inicia cuando un pecador se
convierte (cf. Lc 15).
Entre los dos dolores, sin embargo, hay una diferencia importante. Uno, la
atrición, es imperfecto e insuficiente para lograr inmediatamente el perdón de
Dios, si bien dispone al mismo al acercarnos al sacramento de la Penitencia.
Otro, la contrición, ya implica ser perdonados, con el propósito de acudir
cuanto antes a la confesión.
Esa diferencia no impide al pecador avanzar desde la atrición a la contrición:
un dolor imperfecto puede ser el inicio de un dolor más maduro y más sincero.
De este modo, el alma aprenderá a amar cada día más al Padre de la misericordia
que nos ha rescatado del pecado con la muerte de su Hijo hecho Hombre para
salvarnos.
Por: P. Fernando Pascual