CON SENTIDO CATÓLICO, UNIVERSAL
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Dominio público |
II. En medio del
mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo.
III.
El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos.
«Y recorría ciudades y aldeas
enseñando, mientras caminaban hacia Jerusalén. Y uno le dijo: «Señor, ¿son
pocos los que se salvan?». Él les contestó: «Esforzaos para entrar por la
puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez
que el dueño de la casa haya entrado y cerrado la puerta, os quedaréis fuera y
empezaréis a golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos". Y os
responderá: "No sé de dónde sois".
Entonces
empezaréis a decir: "Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado
en nuestras plazas". Y os diré: "No sé de dónde sois; apartaos de mí
todos los que obráis la iniquidad". Allí será el llanto y rechinar de
dientes, cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en
el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de
Oriente y de Occidente y del Norte y el Sur y se sentarán a la mesa en el Reino
de Dios. Pues hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos». (Lucas 13, 22-30)
I.
Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo
de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden
sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de
la soledad y las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la
verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y
hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en
centro de todos los hombres.
Todos
los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de
Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se
salven (1 Timoteo 2, 4). Muchos se apoyarán en nuestro ejemplo para afianzar,
con nuestra conducta y con nuestra caridad su debilidad, y para comprender que
el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes
aman a Cristo.
II.
El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos-
y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la
vocación cristiana. El deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer
cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares,
sociales y profesionales.
Es
precisamente en esas tareas donde encontramos el campo para una acción
apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz. En medio del mundo, donde
Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo,
mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la
serenidad ante las dificultades, presentes en toda la vida; a través de la
palabra que anima siempre, y que muestra la grandeza y maravilla de encontrar y
seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón,
fortaleciendo a otros que estaban a punto de abandonar al Maestro.
III.
Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas (Marcos 16,
15), leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien
claras; de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas
no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. El Señor se sirve de
nosotros para iluminar a muchos; comencemos hoy por quienes tenemos más cerca.
Acudimos
a nuestra Madre Santa María, Regina apostolorum, y Ella facilitará nuestra
tarea constante, paciente, audaz.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org