Si atendemos bien a lo que sucedió en santa Clara y en sus hijas, no es
otra cosa que lo afirmado por Jesús en el evangelio de hoy: «No temas, pequeño
rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino»
En este domingo, que
coincide con la fiesta de santa Clara, Jesús habla en el evangelio de dos
actitudes evangélicas que han hecho de la fundadora de las clarisas un faro
esplendoroso en la Iglesia. Me refiero a la pobreza y a la vigilancia que
supone el retorno de Cristo al fin de la historia.
Jesús comienza su enseñanza
con una vibrante llamada a vender los bienes y dar el dinero a los pobres,
porque no se puede servir a dos señores: a Dios y a las riquezas. El corazón
del hombre no se puede dividir en parcelas, sino que goza de una unidad
admirable, como indica la sentencia de Jesús: Donde está tu tesoro, allí está
vuestro corazón.
Santa Clara, siguiendo los
pasos de san Francisco, entendió esta llamada a la pobreza total como el don
que recibía de Cristo para dedicarse enteramente a él. Hija de noble familia,
huyó de su casa y cambió su estilo de vida fundando la segunda orden de
vírgenes consagradas a Dios, con el estilo de Francisco de Asís. La diócesis de
Segovia tiene el privilegio de contar con seis monasterios de clarisas que
siguen dando el testimonio de la pobreza como camino de identificación con
Cristo. Hoy les agradecemos su existencia y pedimos a Dios que sean muchas las
jóvenes que escuchen la misma llamada que sintió santa Clara.
La segunda actitud
evangélica que aparece en el evangelio de hoy es la vigilancia porque no
sabemos el momento de la segunda venida de Cristo en gloria y majestad. El
cristiano —dice Jesús— no es dueño de sí ni de sus bienes. Es un criado, un
administrador de los dones que ha recibido de Dios. Por esta razón, debe estar
vigilante, a la espera del Señor y dueño de la casa. No debe vivir ajeno al
señorío de Cristo, que nos juzgará sobre cómo hemos administrado los bienes que,
en último término, vienen de Dios. Y del mismo modo que vigilamos para que el
ladrón no desvalije nuestra casa, lo mismo debemos hacer si queremos que el
Señor, al llegar, nos encuentre en vela.
Esta actitud prudente,
propia de quien se sabe siervo y no señor, brilló en santa Clara de manera
eminente. Como abadesa del monasterio de san Damián, que san Francisco de Asís
se lo entregó como sede para su orden, santa Clara vivió en la constante espera
de Cristo, recordando lo que dice Jesús: «Al que mucho se le dio, mucho se le
exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá». Santa Clara cuidó de
sus hijas con la humildad propia del siervo. Las cuidó con ternura, atendía a
las enfermas y las protegió de las ocasiones en que el monasterio podía ser invadido
por musulmanes y enemigos de la ciudad.
La vigilancia no significaba
para ella una fuente de incertidumbre, inquietud o miedo al juicio de Cristo.
Era la vigilancia de la esposa que espera la venida del esposo con alegría
desbordante. Esta alegría evangélica, junto a la oración y el trabajo, han sido
las señas de identidad de las clarisas que se extendieron rápidamente por
Europa como un signo de que el evangelio se actualizaba en estas comunidades
nacientes.
El centro de su vida es
Cristo, verdadero tesoro capaz de llenar el corazón del hombre. La llamada
«dama pobreza» situaba a Francisco y Clara en el camino de la perfecta
imitación de quien no tuvo en la tierra sitio donde reclinar la cabeza. Y la
alegría de vivir el evangelio expresa la profunda
liberación del redimido que entiende la vida como dependencia del Señor y
Criador de todo el universo. Si atendemos bien a lo que sucedió en santa Clara
y en sus hijas, no es otra cosa que lo afirmado por Jesús en el evangelio de
hoy: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el
reino».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia