Así
enseñó una profesora a sus estudiantes de ciencia, medicina y ética a tomar
decisiones más allá de los sentimientos y los clichés
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Hanna Kuprevich I Shutterstock |
Hace un tiempo impartí una materia en un curso de
de Ciencia, Medicina y Ética en el Colegio Marista de Poughkeepsie, en el
estado de Nueva York, que tiene raíces católicas pero hoy es laico.
Nos ocupábamos de temas como
la experimentación, la investigación, la manipulación genética, la ciencia
reproductiva, el aborto, los bebés discapacitados, el suicidio asistido y la
eutanasia, solo por mencionar algunos.
Allí sentí la intervención
del Espíritu Santo…
Al comienzo les presenté las
principales teorías éticas tradicionales que ellos podían adoptar para sus
puntos de vista y elecciones, lo que llamé un GPS para guiarlos.
La mayoría de los alumnos
estaban imbuidos del punto de vista utilitario para el cual la
elección moral es la que se ajusta a la mayoría, o de acuerdo con sus
sentimientos y puntos de vista personales.
Primero quise escuchar
profundamente a cada uno, dejarles decir lo que pensaban, para poder recibir
sus pensamientos, por muy extraños que fueran.
Después les dije que los
sentimientos o lo que sentían estaban prohibidos en nuestras conversaciones;
solo se les permitía pensar.
Y la tercera idea era que
nunca les haría saber mis ideas sobre estos temas. Quería que fueran libres
para expresar sus pensamientos sin verse influidos por la maestra. Solo les
pedía respeto absoluto a las ideas de cada persona y les hablé sobre el arte de
amar en términos seculares.
Pero les hice preguntas muy
provocativas, como cuál era el propósito de sus vidas, dónde querían pasar la
eternidad y cuál era el valor del sufrimiento en sus vidas siendo que
ingresaban en una profesión donde el sufrimiento tiene un lugar predominante.
Jugué al defensor del
diablo, y les puse a cada uno en una crisis que les mostró cómo sus opciones no
se mantendrían, sin importar lo que me dijeran.
Así pasaron algunos
semestres y los resultados fueron asombrosos. Les encantaron las clases, fueron
como un comité ético de hospital, donde tuvieron que responsabilizarse de sus
decisiones, sabiendo que eventualmente impactarían en las vidas de las personas
y las familias.
Estaban aprendiendo a tomar
decisiones solo después de haber pasado por un proceso de pensamiento
desafiante en lugar de por sus sentimientos.
Pero algo dentro de mí no me
dejaba en paz. Quería darles más, quería compartir mi manera de ver el mundo,
incluso en el campo ético, incluso a un grupo nada religioso como ese.
Pedí
la asistencia del Espíritu Santo. Solo Él podía ayudarme, y la idea surgió
cuando estaba lavando los platos. Pensé que mi visión, mis
lentes a través de las que veo todo, es la vida de la Trinidad, el amor mutuo
entre todos,
la raíz; el corazón de mi visión del mundo es la vida de dar y recibir que es
vivida por la Trinidad.
Pero, ¿cómo podría hacerlo
en un mundo científico muy secular sin mencionar a Dios?
La idea que me vino fue de tomar
el ejemplo de la naturaleza del ADN: todo el mundo se mueve con la ley de
reciprocidad.
Si la
célula no comparte su ADN, en lugar de la vida, trae la muerte. Y si el sol
decide moverse, causa destrucción en lugar de mantener la vida en todas sus
formas.
Elaboré la teoría de la
reciprocidad como una teoría ética que podría ser adoptada como un GPS para
guiarnos en todas las situaciones éticas.
Estaban fascinados; muchos
estudiantes lo adoptaron como su propio GPS. Uno de ellos dijo: “es la pieza
del rompecabezas que faltaba en mi vida, ahora todo tiene sentido”.
Al final del semestre, uno
de ellos me preguntó si podía volver a hacer todas las tareas porque la
reciprocidad le había hecho cambiar su visión, desde el aborto hasta la
eutanasia.
Pero tal vez el efecto más
sorprendente provino de una estudiante que, ordenando las sillas, compartió con
todos los presentes que había sentido la necesidad de volver a la Iglesia y a
la Eucaristía, y casi se sorprendió a sí misma diciendo que “fue por esta clase
… ¡y ni siquiera es una clase de teología!
Otro, uno o dos años más
tarde vino a verme. “Lo tengo todo en la vida”, me dijo, “pero me falta la
reciprocidad que nos transmitió”. Tres semanas más tarde, se fue tres meses de
trabajo voluntario a la escuela de fútbol de la ONG Café con Leche a
Santo Domingo, donde tuvo una experiencia muy positiva.
Otra se sintió alentada a ir
a ayudar a los huérfanos en Haití; está a punto de graduarse como pediatra y
emprender su séptimo viaje allí.
Muchos de ellos ahora son
médicos, enfermeras y otros trabajan en el campo médico y aún me escriben sobre
cómo la teoría ética de la reciprocidad los guía en sus elecciones éticas
médicas.
Solo podría ser el Espíritu
Santo con sus dones quien me ayudó a compartir con ellos la luz para ver las
cosas con los ojos de Dios. Mi parte fue solo escuchar su voz -a veces fuerte,
otras veces un susurro- y seguirla.
Por Maria Luce Ronconi
Fuente:
Aleteia