Quien pone la mano en el arado y deja de mirar atrás, abre surcos de
vida y de esperanza. Sólo ese vale para el Reino de Dios
La libertad es un don
precioso que el hombre protege con todas sus fuerzas para que no se lo
arrebaten. Pero la libertad implica también a uno mismo, pues —querámoslo o no—
con harta frecuencia somos esclavos de nosotros mismos.
Podemos gritar: ¡libertad,
libertad!, y ser pobres esclavos en la cárcel que nos fabricamos. Cuando Pablo
dice que «para ser libres nos liberó Cristo», no se refiere a esclavitudes
externas, como la del pueblo de Israel en Egipto o en Babilonia. El apóstol se
refiere a la libertad que Cristo nos da al rescatarnos de nuestras esclavitudes
internas: el tributo que pagamos servilmente a nuestro amor propio.
Por eso, el apóstol
aclara: «Hermanos, habéis sido llamados
a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para el
egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor» (Gál 3,13). En realidad,
nacemos esclavos de nuestro yo, y la vida nos reta a ser libres mediante la
entrega generosa a los demás. Por eso, la tentación del hombre en su marcha
hacia la libertad es mirar hacia atrás añorando todo aquello de lo que se ha
desprendido.
El pueblo de Israel, ante la
dificultad de ser libre en el desierto, miraba hacia atrás y hambreaba los ajos
y cebollas de Egipto, es decir, la esclavitud en la que en cierto sentido vivía
cómodamente; al menos, con ajos y cebollas.
En el evangelio de hoy,
Jesús dice que quien mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios. El
contexto de estas palabras es el relato de tres personas que se acercan a Jesús
porque quieren seguirle, y Jesús les plantea la vocación con toda claridad. A
uno le dice: las zorras tienen madrigueras y los pájaros nido, pero yo no tengo
donde reclinar la cabeza. Otro quiere seguirle pero le pide primero enterrar a
su padre, es decir, esperar a que su padre muera. Jesús le responde sin
contemplaciones: deja que los muertos entierren a sus muertos. Por último, otro
le pide despedirse de su familia antes de seguirle, y Jesús replica: quien pone
la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios.
¿Qué se esconde detrás de
esta pedagogía sorprendente? Sencillamente la llamada a la libertad. Dios no
admite condiciones cuando se trata de servirle y trabajar por su Reino. Quiere
hombres libres: sin ataduras de ningún tipo. La vocación es una llamada a la
libertad plena, la que se ejercita frente a sí mismo cuando el hombre pone su
vida a disposición de Dios. Mirar hacia atrás supone retornar a la esclavitud,
al anhelo de lo que un día se entregó incondicionalmente. Es la tentación del
hombre que desea recuperar espacios para sí mismo olvidando que Dios basta y
llena la vida plenamente. Se añoran los afectos perdidos, las posesiones
abandonadas y hasta los pecados cometidos. Preferimos la esclavitud a la
libertad.
Cristo educa en la libertad.
Cuando envía a los suyos a predicar, les pide que no lleven nada, salvo un
bastón y sandalias. Se trata de vivir en la confianza suprema en Dios y a la
intemperie. Este tipo de libertad hoy no se entiende, por eso escasean las
vocaciones. Preferimos depender de nosotros mismos, de nuestras cosas,
seguridades, costumbres arraigadas, diversiones y todo tipo de distracciones. Exaltamos
la libertad, pero si nos miramos bien, somos más esclavos de lo que creemos.
Mirar hacia el futuro
engrandece nuestra sed de libertad y de progreso. Mirar hacia atrás nos impide
desarrollar nuestras posibilidades y nos ata al pasado del que terminamos
dependiendo con la falsa ilusión de conservar nuestra historia. Pero sólo quien
pone la mano en el arado y deja de mirar atrás, abre surcos de vida y de
esperanza. Sólo ese vale para el Reino de Dios.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia