Es la oportunidad de volver la mirada a Dios, a las realidades eternas, de suplicar la asistencia divina para no caer en la angustia
Pero para todos ellos hay una verdad consoladora de la que hoy quisiera hablarles.
Quien
más participa en la Redención, no es el que materialmente asiste a los oficios
de Semana Santa, sino el que se une vitalmente al Misterio Pascual del Señor; y
es que alguien puede ir a todo lo que organice su parroquia pero por mera
costumbre, o sin recta intención; incluso se puede ir con deseos de
protagonismo, de fama y prestigio, o para sacar ventajas personales, etc., etc.
Aquí no estamos en los países orientales en donde acudir a la iglesia es
arriesgar la vida.
Quien
no rectifique su intención le aprovechará poco ir a la iglesia, a la mejor no
le aprovechará nada, o a la mejor le hará daño; se le dormirá más la conciencia
y pensará que es un héroe por llegar cansado a casa. Pero ¿de qué me valdrían
los sacrificios físicos si no me llevarán a la conversión?, ¿de qué serviría mi
cansancio si mi vida se queda sin tocar y sigo con los mismos vicios?
Cierto
que la enfermedad o ancianidad por sí mismas no me harían cambiar de actitud
con respecto a Dios y la salvación que me ofrece, pero cuando uno se siente
visitado por la enfermedad y el sufrimiento aqueja, cuando se experimenta la
propia impotencia, los límites y la finitud temporal, cuando se vislumbra la
cercanía de la muerte, todo cambia. Es la oportunidad de volver la mirada
a Dios, a las realidades eternas, de suplicar la asistencia divina para no caer
en la angustia, de pedir la gracia para no replegarse lastimosamente sobre uno
mismo y hundirse en la depresión.
La
Semana Santa, vivida desde mi lecho de enfermo o desde una sillita en casa,
puede ser la oportunidad que esperaba de salir de mi rebelión contra Dios, de
maravillarme del amor que me ha tenido al entregar a su Hijo por mi salvación,
de unirme a la Pasión de ese Hijo para colaborar con la Redención de mi familia
y de la humanidad. Otros lo han logrado, ¿por qué no yo?
Santa
Teresita del Niño Jesús, enferma de tuberculosis, postrada en una cama, con
accesos terribles de tos y vómitos de sangre, con ratos de inconsciencia por el
dolor y espantosas dudas de fe, sabía que, aunque no viera en esos momentos la
luz por las espesas nubes que la rodeaban, detrás de esos nubarrones
seguía el sol brillando y que, pasada la hora de las tinieblas esa luz no sólo
la iluminaría sino que la envolvería y la transformaría en luz.
Si
el Señor nos ha visto con ojos de predilección y nos ha participado de su cruz,
aunque ahora no lo entendamos, aunque para nosotros sea como una noche oscura. ¡Aprovechemos!
contemplemos la Pasión del Señor, unámonos a ella, aceptemos nuestro
sufrimiento y ofrezcámoslo a aquél que “me amó y se entregó por mí”, a
aquél que “me ha amado primero”, ofrendémoslo por nuestra propia salvación, la
de los nuestros, por los sacerdotes, por el santo Padre y por la humanidad
entera.
Desde
nuestra casa, desde nuestro lecho, podemos rezar; podemos ver alguna película
(sólo alguna, porque no hace falta estar pegados a la televisión) que nos mueva
el corazón; alguna alma caritativa nos puede leer las lecturas de las misas y
otros oficios de esta semana, o ponernos las celebraciones por internet; y
desde allí, desde nuestra cruz, con nuestra oración sostener a la Iglesia y
salvar a la humanidad. Amén.
Artículo
originalmente publicado por Desde la fe