Frente a decisiones importantes, cambios de rumbo o crisis, tendríamos que dejar que el Espíritu nos empujara al desierto
Dominio público |
Jesús inicia un largo camino buscándose a sí mismo, buscando a su Padre, buscando su camino, buscando su rostro.
Lleva preguntas y busca respuestas. Reza, calla, espera, anhela. Se
adentra en lo más hondo de su alma. Sabe que es amado por su Padre. Lo
ha escuchado en lo profundo. Busca ahora un camino y se adentra en la soledad
del desierto. Para responder al fuego que había en su alma. Para preguntarse y
preguntarle al Padre cuál era su misión, cómo llevarla a cabo, cómo empezar a
caminar después de treinta años en Nazaret. Algo terminaba y algo comenzaba.
Era un momento de grieta.
Jesús necesitó silencio y soledad para mirar hacia dentro. ¡Qué honda
debía ser su alma! ¡Cuántas cosas se dirían los dos en intimidad! Jesús tuvo
hambre. ¡Qué humano! También tendría miedo. Se sentiría solo y añoraría su
familia. Tendría tantas preguntas sobre Él, y muchos sueños de partirse, de
darse, de cumplir la voluntad del Padre, de hacer siempre lo que Él quisiera.
Fueron días de entrega, en los que Jesús oyó esa voz: «Tú eres mi hijo
amado, mi predilecto». Aunque seguramente, en esos días, no siempre oyó al
Padre. Como nosotros. Habría silencio y búsqueda. Hambre y sed.
El desierto es un momento fundamental en la vida de cualquier persona.
También para Jesús. Él es Dios y necesitó retirarse a ponerse frente al Padre,
frente a sí mismo y preguntarse: « ¿Quién soy? ¿Cuál es mi misión?». Pasó por
lo mismo que nosotros y así nos muestra el camino.
Es verdad que muchas veces huimos hacia delante cuando tenemos preguntas o
inquietudes en el interior. Cosas que bullen y que a veces no sabemos de dónde
vienen. Seguimos y nos da miedo mirarnos, quedarnos a solas con
nosotros mismos, en silencio, sin ruidos ni luces. Porque tenemos miedo al
vacío, o porque quizás, tenemos miedo a lo que nos podemos encontrar. O creemos
que no lo necesitamos.
De esos días de desierto, que quedaron en la intimidad de Jesús, vivió Él mucho
tiempo. Encontró, en diálogo con el Padre, por dónde comenzar; descubrió la
misión de mostrar el rostro de Dios a los hombres, con sus palabras, con sus
hechos, en Él mismo.
Descubrió su vocación de peregrino, de Hijo de Dios, de pastor, de camino, de
pan, de luz, de vida, de médico, de Salvador, de puerta. Es un momento de
encuentro profundo con lo que Jesús es en lo más hondo. Un momento de soledad,
de preguntas, de pequeñas luces, de sueños, de miedos, de esperanza, de
incertidumbre. De mucha confianza, de entrega del futuro. De alegría por
descubrir quién es.
¿Cuáles han sido, en nuestra vida, las experiencias de desierto? Momentos de
soledad, de repliegue sobre nosotros mismos, tal vez de sequedad.
En algunos momentos, frente a decisiones importantes, cambios de rumbo o
crisis, tendríamos que dejar que el Espíritu nos empujara al desierto para
que Dios nos hablara al corazón. Es necesario el silencio para oír a
Dios.
El desierto es inmenso, el horizonte no termina. Necesitamos esa mirada
amplia para mirar en profundidad nuestra vida. El cielo amplio. Lleno
de estrellas. La arena infinita. Sentirnos pequeños. Jesús nos enseña a
recorrer su camino, sus estaciones y paradas, sus momentos de búsquedas y
respuestas.
Fuente: Aleteia P. Carlos Padilla