La oración es tan necesaria que nos pone ante una de las mejores medicinas para nuestro tiempo o nuestra época
Hay momentos en la vida que
todo lo que nos rodea no llena lo más íntimo del corazón humano.
Muchos se
preguntan si la oración sigue teniendo sentido y argumentan: “Conviene ponerse
a tono con lo que la sociedad demanda y hoy ya no tiene sentido la oración. ¡Es
algo que pertenece al pasado! Por lo tanto quien reza no es moderno. Ir a Misa
los domingos es perder el tiempo y además los curas nos quieren adoctrinar y
algunos hasta amedrentar”.
Usando una comparación
podríamos decir que tampoco son necesarios los Hospitales o Ambulatorios puesto
que cada uno sabe lo que debe hacer cuando está enfermo. Y sin embargo, por muy
ufano que uno pueda alardear de moderno, nunca podrá decir que no son necesarios.
Si corporalmente se necesitan ¿por qué no va a necesitar, la parte espiritual
del ser humano, la medicina de la oración?
Y estamos comprobando que,
ante la deficiencia de hondura interior, aumentan los grupos de ciertas
espiritualidades descabelladas y sin contenido. Nadie en su sano juicio
cambiaría el Hospital por los magos y brujos. Prefiero un buen médico a un
adivino.
La oración no consiste en
muchas palabras sino en poner el corazón a fuego, es decir, ponerse cara a cara
con Dios y no tener miedo. “Haz tú lo que puedas, pide lo que no puedes, y Dios
te dará para que puedas” (San Agustín, Sermón 43). Es impresionante ver
personas que rezan y tenemos muchísimos ejemplos.
Todos, de una forma u otra,
recordamos a nuestros padres, a nuestros abuelos o a personas concretas que nos
han ayudado a mirar la vida con otro sentido muy distinto a lo que nos llevan
las superficialidades de la vida. Quién no ha oído decir: “No seas
autosuficiente y prepotente puesto que la vida no depende de ti sino de un Ser
Superior que se llama Dios”.
Ciertamente que solo alguien
que nos quiere bien, nos lo puede decir. La oración se comprende desde la fe.
“Si la fe falta, la oración es imposible… la fe produce la oración, y la
oración produce a su vez la firmeza de la fe” (San Agustín, Catena Aurea).
La oración es tan necesaria
que nos pone ante una de las mejores medicinas para nuestro tiempo o nuestra
época. En una ocasión decía el Papa Benedicto VXI: “No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona (Jesucristo), que da un nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est, nº 1). La
oración, por lo tanto, no puede desarrollarse en una nube de vacío interior o
en silencios sin contenido ni consistencia.
La oración es
predominantemente un encuentro con Alguien que te escucha y atiende tus
súplicas o tus lamentos de dolor y ante los cuales no se siente impasible o
impertérrito. La oración nos sitúa ante manantiales donde Cristo nos espera
para darnos a beber la vida del Espíritu Santo.
Las fuentes de la oración
son tres: La Palabra de Dios, La liturgia de la Iglesia y las virtudes
teologales. Respecto a la primera,
que es la Palabra de Dios, dice San Pablo: “Es más, considero que todo es
pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Flp 3,
8). Y no se conoce a una persona hasta que no se tiene una relación de escucha
y se recrea un diálogo. Lo mismo ocurre en la relación con Dios que nos lleva a
conocernos mutuamente: oyendo sus Palabras y expresando nuestros sentimientos.
El
segundo paso
es la Liturgia donde se actualiza el Misterio del Amor de Dios en los
sacramentos que son cauces de salvación. Hay quienes dicen que la liturgia nos
lleva a tener el corazón como un altar donde habita y se hace presente Aquel
que celebramos y quien nos hace gustar la presencia de la Trinidad.
El
tercer paso
son las virtudes teologales. A la liturgia se entra por la puerta estrecha de
la fe que nos lleva a la presencia del Señor. Al celebrar la liturgia esperamos
el retorno de Jesucristo que nos educa para orar con esperanza. Y el amor nos
conduce a saber que Cristo nos ha amado y Él mismo es la fuente de la oración
que nos apremia a amar.
Por Monseñor Francisco Pérez González
Fuente: Iglesia de Navarra