ES CRISTO QUE PASA
II. La misericordia del
Señor. Bartimeo.
III. La alegría mesiánica.
“En aquel tiempo, al salir Jesús de
Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de
Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era
Jesús Nazareno, empezó a gritar: - «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara.
Pero él gritaba más: - «Hijo de David,
ten compasión de mí.» Jesús se detuvo y dijo: - «Llamadlo.» Llamaron al ciego,
diciéndole: - «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y
se acercó a Jesús. Jesús le dijo: - «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le
contestó: - «Maestro, que pueda ver.» Jesús le dijo: - «Anda, tu fe te ha
curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino” (Marcos
10,46-52).
I. Dios pasa por la vida de los hombres dando luz y alegría.
La Primera lectura es un grito de júbilo por la salvación del resto de Israel,
por la vuelta a la tierra de sus padres desde el destierro. Retornan todos, los
lisiados y enfermos, los ciegos y los cojos, que encuentran su salud en el
Señor. Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos;
proclamad, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel.
Mirad que Yo os traeré del país del Norte... Entre ellos hay ciegos y cojos...
una gran multitud retorna. Después de tantos padecimientos, el Profeta anuncia
las bendiciones de Dios sobre su Pueblo. Se marcharon llorando, los guiaré
entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no
tropezarán.
En
Jesús se cumplen todas las profecías. Pasó por el mundo haciendo el bien,
incluso a quien no le pedía nada. En Él se manifestó la plenitud de la
misericordia divina con quienes andaban más necesitados. Ninguna miseria separó
a Cristo de los hombres: dio la vista a ciegos, curó de la lepra, hizo andar a
los cojos y paralíticos, alimentó a una muchedumbre hambrienta, expulsó
demonios..., se acercó a los que más padecían en el alma o en el cuerpo.
«Éramos nosotros los que teníamos que ir a Jesús; pero se interponía un doble
obstáculo. Nuestros ojos estaban ciegos (...). Nosotros yacíamos paralizados en
nuestra camilla, incapaces de llegar a la grandeza de Dios. Por eso nuestro
amable Salvador y Médico de nuestras almas descendió de su altura».
Nosotros,
que andamos con tantas enfermedades, «hemos de creer con fe firme en quien nos
salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos.
Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que
padezcamos». Existen épocas en las que quizá vamos a experimentar con más
fuerza nuestra dolencia: momentos en los que la tentación es más fuerte, o en
los que sentimos el cansancio y la oscuridad interior o experimentamos con más
fuerza la propia debilidad.
Acudiremos
entonces a Jesús, siempre cercano, con una fe humilde y sincera, como la de
tantos enfermos y necesitados que aparecen en el Evangelio. Le diremos entonces
al Maestro: «¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar
en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos
mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras
del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe
en el Señor, a pesar de nuestras miserias ‑mejor, con nuestras miserias‑,
seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos
en medio de nuestra flaqueza». ¡Qué seguridad nos da Cristo cercano a nuestra
vida!
II. El Evangelio de la Misa nos relata el paso de Jesús por la
ciudad de Jericó y la curación de un ciego, Bartimeo, que estaba sentado junto
al camino pidiendo limosna. El Maestro deja las últimas casas de esta ciudad y
sigue su camino hacia Jerusalén. Es entonces cuando a Bartimeo le llega el
ruido de la pequeña caravana que acompañaba al Señor. Y al oír que era Jesús
Nazareno, comenzó a gritar y a decir: Jesús, Hijo de David, ten compasión de
mí. Aquel hombre que vive en la oscuridad, pero que siente ansias de luz, de
claridad, de curación, comprendió que aquella era su oportunidad: Jesús estaba
muy cerca de su vida. ¡Cuántos días había esperado aquel momento! ¡El Maestro
está ahora al alcance de su voz! Por eso, aunque muchos le reprendían para que
callase, él no les hace el menor caso y gritaba mucho más fuerte.
No
puede perder aquella ocasión. ¡Qué ejemplo para nuestra vida! Porque Cristo,
siempre al alcance de nuestra voz, de nuestra oración, pasa a veces más cerca,
para que nos atrevamos a llamarle con fuerza. Timeo ‑comenta San Agustín‑ Iesum
transeuntem et non redeuntem, temo que Jesús pase y no vuelva. No podemos
dejar que pasen la gracias como el agua de lluvia sobre la tierra dura.
A Jesús
hemos de gritarle muchas veces ‑lo hacemos ahora en el silencio de nuestra
intimidad‑ en una oración encendida: Iesu, Fili David, miserere mei! ¡Jesús,
hijo de David, ten misericordia de mí! Al llamarle, nos consuelan estas
palabras de San Bernardo, que hacemos nuestras: «Mi único mérito es la
misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras Él no lo sea en
misericordia. Y como la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis
méritos». Con esos merecimientos acudimos a Él: Iesu, Fili David... Hemos
de gritarle, afirma San Agustín, con la oración y con las obras que han de
acompañarla. Las buenas obras, especialmente la caridad, el trabajo bien hecho,
la limpieza del alma en una Confesión contrita de nuestros pecados avalan ese
clamor ante Jesús que pasa.
El
ciego, después de vencer el obstáculo de los que le rodeaban, consiguió lo que
tanto deseaba. Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llaman al ciego diciéndole:
¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó
a Jesús.
El
Señor le había oído la primera vez, pero quiso que Bartimeo nos diese un
ejemplo de insistencia en la oración, de no cejar hasta estar en presencia del
Señor. Ahora ya está delante de Él. «E inmediatamente comienza un diálogo
divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo
somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis
faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea (Mc 10, 51).
¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo
mismo que a ese ciego de Jericó?
Yo no
puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al
comprobar que Jesús esperaba algo de mí ‑¡algo que yo no sabía qué era!‑, hice
mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba
para algo nuevo y el Rabboni, ut videam ‑Maestro, que vea‑ me movió a suplicar
a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla
(...). Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué quieres de Mí? ¡Que
vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha salvado. E inmediatamente
vio y le iba siguiendo por el camino (Mc 10, 52). Seguirle en el camino.
Tú has
conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino.
Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el
mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser
operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos
nuevos. La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras
llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba».
III. El Señor ha estado grande con nosotros, // y estamos
alegres. // Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, // nos parecía soñar: //
La boca se nos llenaba de risas, // la lengua de cantares. // Que el Señor
cambie nuestra suerte, // como los torrentes del Negueb. // Los que sembraban
con lágrimas, // cosechan entre cantares, leemos en el Salmo responsorial.
Este
Salmo de júbilo y de alegría recuerda la dicha de los israelitas al conocer el
decreto de Ciro para la repatriación del Pueblo elegido a la tierra de sus padres
y la esperanza de la reconstrucción del Templo y de la Ciudad Santa. Se cantaba
en las peregrinaciones a Jerusalén, especialmente en las fiestas judías más
importantes. Por eso se le llamó el Cántico de peregrinación.
El
Negueb es un desierto al sur de Palestina por el que en tiempos de lluvia
bajaban torrentes de agua que lo convertían durante algún tiempo en un oasis.
Así también los cautivos de Babilonia vuelven a Israel, despoblado y desierto,
y piden al Señor que a su vuelta renueve la tierra, que establezca una nueva
época llena de bendiciones. Aquellas lágrimas que fueron derramando se
convirtieron en semillas de conversión y de arrepentimiento por los pecados
pasados que motivaron el castigo. Y lo mismo que el que siembra pasa fatiga al
ir echando la semilla con lágrimas, pero un día podrá volver de su campo
trayendo las gavillas sembradas con dolor, así el Pueblo escogido fue sembrando
lágrimas reparadoras, y vuelve ahora llevando gavillas de gozo y de liberación.
Este
Salmo recuerda la alegría mesiánica, a la que también hace referencia la
Primera lectura. En el Evangelio del día, Bartimeo es un fruto de esa salvación
que ya despunta, y que tendrá su plenitud después de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Cristo. La misma ceguera de Bartimeo y su pobreza fueron un
motivo de su encuentro con Jesús, que compensó ampliamente todos sus anteriores
pesares. La vida de este ciego fue completamente distinta: et sequebatur eum in
via..., le seguía en el camino.
Ahora,
Bartimeo es un discípulo que sigue al Maestro. Nuestras dolencias, nuestra
oscuridad quizá, pueden ser ocasión de un nuevo encuentro con Jesús, de un
seguirle de un modo nuevo ‑más humildes, más purificados‑ por el camino de la
vida, de convertirnos en discípulos que caminan más cerca de él. Entonces,
podremos decir a muchos de parte del Señor: ¡Animo!, levántate, te llama. «En
aquellos tiempos, narran los Evangelios, pasaba el Señor, y ellos, los
enfermos, le llamaban y le buscaban. También ahora pasa Cristo con tu vida
cristiana y, si le secundas, cuántos le conocerán, le llamarán, le pedirán
ayuda y se les abrirán los ojos a las luces maravillosas de la gracia».
Domine,
ut videam: Señor, que vea lo que quieres de mí. Domina, ut videam: Señora,
que vea lo que tu Hijo me pide ahora, en mis circunstancias, y se lo entregue.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org