Se
inició anoche el Encuentro mundial con una ceremonia de apertura, que tuvo
lugar simultáneamente en todas y cada una de las 26 diócesis de Irlanda, siendo
la de Dublín la ceremonia principal
La
Liturgia de Apertura fué una completa celebración de la Oración de la Tarde.
Titulada ‘Le chéile le Críost’ (juntos con Cristo), unirá a la Iglesia como
familia de familias, dirigiéndonos a todos al maravilloso Encuentro Mundial de
las Familias que culminará con la Misa Papal de cierre el sábado 26 de
agosto.
Sexta
Catequesis: la cultura de la esperanza
“Su
madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (LC 2,51)
Jesús,
María y José
en
vosotros contemplamos
el
esplendor del verdadero amor,
a
vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa
Familia de Nazaret,
haz
también de nuestras familias
lugar
de comunión y cenáculo de oración,
auténticas
escuelas del Evangelio
y
pequeñas Iglesias domésticas.
Santa
Familia de Nazaret,
que
nunca más haya en las familias episodios
de
violencia, de cerrazón y división;
que
quien haya sido herido o escandalizado
sea
pronto consolado y curado.
Santa
Familia de Nazaret,
que
el próximo Sínodo de los obispos
haga
tomar conciencia a todos del carácter
sagrado
e inviolable de la familia,
de
su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús,
María y José,
escuchad,
acoged nuestra súplica.
Amén.
(Papa
Francisco, Oración para el Sínodo sobre la Familia 25 marzo 2015)
A
menudo, frente a los acontecimientos humanos repentinos, inesperados y
sorprendentes en los que no podemos percibir ningún sentido lógico y del que no
podemos sacar ningún bien, la reacción del corazón es la repulsión, la
rebelión, para llegar a veces incluso a la exasperación, hundiéndose así en la
ira más total. No hay ninguna persona en la tierra que pueda decir que su vida
se lleva a cabo de acuerdo con los planes y programas deseados. Vivir se
convierte en una eterna lucha, a menudo hecha de compromisos y equilibrismos,
apretando los dientes para conquistar lo que a uno le parece que se merece. La
palabra “esperar” en el lenguaje actual se convierte así en una ambición para
alcanzar todo lo que desea el corazón, esperando tener éxito. Entonces es inevitable
que surja esta pregunta: ¿Pero es posible que esperar signifique entrar en una
vorágine de incertidumbre y al mismo tiempo de lucha continua por un ideal que
todos los días ha de ser reafirmado y conquistado? ¿Vale la pena vivir la vida
dedicándose totalmente a algo que siempre parece inalcanzable? Frente a esta
lógica preponderante que habita y domina la tierra aparece la figura de María.
Ella,
habiendo vivido el mismo e idéntico dinamismo de acontecimientos humanos,
llegando incluso a tocar fondo, se sitúa en una perspectiva completamente
diferente o, mejor dicho, completamente opuesta. Si miramos la historia de su
vida transmitida por los relatos evangélicos, vemos que también María vive
mucho más de lo que podía haber imaginado. De hecho, sus primeras palabras que
conocemos son estas: “¿Cómo será esto?”. Tal vez en la creencia popular, se ha
afirmado excesivamente una imagen de María dócil y condescendiente que acoge
automáticamente el designio de Dios y los eventos que la vida le presenta. Uno
olvida que ella también tiene un corazón humano y que, como criatura, se
interroga, se pregunta a sí misma por el significado de su curso histórico
personal.
Los
Evangelios nunca dicen que María tenga respuestas claras y obvias a sus
preguntas. Sin embargo, hay una cosa, que repite varias veces, y que expresa
con esta frase: “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su
corazón” (Lc 2,51). Ella, frente a acontecimientos inesperados, inimaginables e
incluso a veces no deseados, muestra y enseña a todos el arte de conservar todo
lo que sucede en su corazón. ¿Qué significa esto? Significa que todo lo que se
vive en la vida no hay que descartarlo, todo lo contrario, todo debe
conservarse completamente dentro de uno mismo, para que el significado de todo
se aclare con el tiempo y se revele la grandeza del designio de Dios. Es
ciertamente humano el no entender plenamente los acontecimientos de la vida.
Y
es aún más humano sorprenderse. En cambio, es inhumano rechazar y tratar de
olvidar todo lo que la vida pone ante nosotros. Aquí no queremos afirmar una
especie de fatalismo divino, según el cual todo lo vivido ya está establecido y
se hace comprensible para la mente limitada del hombre en el transcurso del
tiempo. Esto significaría cancelar por completo la libertad humana. La historia
de cada persona es, en cambio, la afirmación más grandiosa y extraordinaria de
la libertad de la criatura humana. De hecho, el ángel Gabriel le pregunta a
María por su disponibilidad personal al designio divino. Ella tiene libertad
total para decir un “sí” o un “no”. El mismo dinamismo está presente en la
historia de José. Dios nunca obliga a nadie a hacer algo, ni manipula los
asuntos humanos desde arriba.
Si
todo, entonces, se deja a la libertad del hombre, ¿de qué manera Dios entra e
interactúa en su vida? El Papa Francisco siempre nos invita a buscar la luz en
la Palabra de Dios, que «no se muestra como una secuencia de tesis abstractas,
sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis
o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino, cuando Dios
“enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor” (Ap 21,4)» (AL 22). La Palabra es esencialmente una compañera de viaje
para todos, no excluye a nadie. No hay ninguna situación conyugal y familiar
crítica en la que la Palabra de Dios no pueda mostrar su cercanía y proximidad.
La
pregunta fundamental, sin embargo, es: ¿Qué revela Dios con la luz de su
Palabra? El Papa Francisco no habla de una explicación del significado de los
acontecimientos humanos individuales, que es lo que uno tiene más tendencia a
buscar. Destaca una sola cosa que es, al mismo tiempo, una certeza
repetidamente afirmada en varios pasajes de la Escritura: “la meta del camino”.
La cuestión fundamental de nuestro tiempo es precisamente ésta: ¿el hombre vive
su vida sabiendo y mirando el punto de llegada de su peregrinación en el mundo?
Cuando un arquero tira una flecha para alcanzar el objetivo, no le parece
importante en qué posición ha de lanzar la flecha o qué camino tomará esta para
alcanzar su meta. Ciertamente estos elementos son parte integrante del arte del
tiro con arco, pero no son una parte esencial del mismo.
Sin
embargo, lo más importante es alcanzar el objetivo. Hoy en día para muchas
personas esto no funciona así. Se tiene, generalmente, una mayor tendencia a
mirar el punto de partida degenerando a menudo en fáciles victimismos porque se
ha nacido en contextos familiares no elegidos ni apreciados. Del mismo modo hay
una gran tendencia por preocuparse más de lo que se está construyendo en la
vida paso a paso, sin ni siquiera preguntarse a sí mismos o estar realmente
interesados en dónde se terminará. Rara vez se vive mirando el objetivo de su
propia vida. Parece absurdo, pero es la más concreta y común realidad. Sólo la
Palabra divina es capaz de ofrecer una luz sobre la meta de la vida humana. Es
precisamente a partir de este único punto de llegada que todos los
acontecimientos humanos de la vida adquieren verdadero gusto y sabor.
De
este modo, la esperanza significa algo mucho más grande y profundo: no
preocuparse por los acontecimientos individuales según los cánones humanos,
sino ver cómo en cada uno de los acontecimientos hay siempre una tensión hacia
el verdadero destino último del hombre. ¿Cuál es, pues, el verdadero gimnasio
de la cultura de la esperanza? Sólo la familia es el lugar original y
primordial donde todo se convierte en pan cotidiano, empezando por la relación
fundamental de los cónyuges. A este respecto, el Papa Francisco ofrece a las
parejas una sugerencia bastante concreta: «Hay un punto donde el amor de la
pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana
autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un
dueño mucho más importante, su único Señor.
Nadie
más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del
ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida» (AL 320). El cónyuge no
es y nunca debe ser la felicidad última de la propia existencia, sino que
representa sólo el camino, ciertamente fundamental, que conduce a esta plenitud
de vida: cuánta gracia, cuánta paz y cuánta alegría recibirían las parejas si
vivieran su relación matrimonial según esta perspectiva más bien concreta. Buscar
el gozo de la propia vida en el cónyuge es una mentira y al mismo tiempo el
mayor peligro para un matrimonio. La persona con la que uno se casa no es el
todo de la vida, sino el camino principal para llegar a ese Todo al que siempre
hemos sido llamados.
La
esperanza, vivida desde esta perspectiva, también se podrá afirmar en aquellas
situaciones en las que ésta pueda parecer una palabra inapropiada e
insignificante, especialmente cuando «la vida familiar se ve desafiada por la
muerte de un ser querido» (Al 253). En un tal contexto «no podemos dejar de
ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos
momentos. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta
de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos
las puertas para cualquier otra acción evangelizadora» (Al 253). ¿Qué anuncio
de esperanza podemos dar en estas situaciones dramáticas? Ciertamente, la
presencia física del familiar «ya no es posible, pero si la muerte es algo potente,
“es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8,6).
El
amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo
invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo
transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso
abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a
un encuentro diferente» (Al 255). La muerte no es el jaque mate, la derrota de
la existencia humana tal como a menudo es percibida por el mundo de hoy. Si,
por un lado, recuerda el límite del hombre, por otro, nos proyecta más allá del
mismo límite. De hecho, «si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella.
El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día
en que “ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Ap 21,4).
De
ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que
murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (cf. Lc
7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y
años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad
podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos
madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial»
(Al 258). No existe una dicotomía entre la vida terrenal y el más allá. No
tiene sentido pensar en despreciar la vida terrenal con la convicción de
ganarse el más allá; del mismo modo que es absurdo, en un intento de exorcizar
la muerte, hacer que la vida presente sea el “todo” debido a la incertidumbre
de lo que sucederá después (esta es la tendencia más común hoy en día).
Ambos
estilos de vida son la distorsión del sentido profundo de vivir. Por esta
razón, es necesario anunciar enérgicamente que todo lo humano que se vive en el
hoy ya es santo y bendecido por Dios, y nunca ha de ser despreciado; sin
embargo, no es toda nuestra vida, sino más bien el anticipo de ese eterno
banquete celestial del que habla a menudo la Sagrada Escritura. Esto significa
que este anticipo de alegría que la vida terrenal nos ofrece debe ser vivido
íntegra y profundamente, porque es precisamente esta anticipación la que
preparará adecuadamente a la persona para lo eterno. La mirada de la Iglesia
debe entonces volverse con ternura a todas las familias heridas por la muerte
de un ser querido. «Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy
amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas.
Jesús
mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn
11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque
“es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y
también el futuro [...] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta
gente —los comprendo— se enfada con Dios”. “La viudez es una experiencia
particularmente difícil [...] Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia,
muestran que saben volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y
los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa
[...] A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y
de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe
sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se
encuentran en condiciones de indigencia”» (Al 254).
La
Iglesia está llamada a proclamar, con fuerza y convicción, a todos ellos que la
alegría no les ha sido arrebatada o robada, porque «todos estamos llamados a
mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros
límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante» (Al 325). No es
una coincidencia que el Papa Francisco termine la Amoris laetitia con estas
palabras para indicar que «la alegría del amor que se vive en las familias» (Al
1) (son las primerísimas palabras de esta misma exhortación) nos llama a la
promesa de una gran alegría que nunca nos será quitada: «Caminemos familias,
sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por
nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de
comunión que se nos ha prometido» (Al 325). La Iglesia está llamada a hacer que
esta verdadera esperanza cristiana se convierta en la cultura del mundo de hoy:
todo esto se experimenta, se realiza y se manifiesta sobre todo en la familia,
en todas aquellas relaciones fundamentales en las que la experiencia básica del
amor nos prepara al Amor eterno de Cristo, el Esposo, con quien todos nos
reuniremos en la comunión de los santos.
En Familia
Reflexionemos 1. En nuestras familias, la
palabra “esperanza” se atribuye a menudo al significado de satisfacer los
propios deseos. ¿Es totalmente erróneo pensar así a la luz de la fe
cristiana? 2. El lugar primordial y natural de la esperanza
es la familia. ¿Qué significa esta afirmación, y qué hay que hacer para que
esto se pueda implementar concretamente?
Vivamos 1. No existe ninguna
familia que no viva el drama de la muerte de un ser querido. ¿Cómo podemos
anunciar concretamente el verdadero y profundo sentido de la esperanza
cristiana en tales contextos familiares? 2. ¿Cómo puede un padre que ha
perdido prematuramente a un hijo o una persona que repentinamente ha perdido a
su cónyuge convertirse en portador de la esperanza cristiana?
En Iglesia
Reflexionemos 1. Cuando se usa la
palabra “esperanza”, a menudo se hace para indicar algo incierto o poco
probable de alcanzar, y muestra un escepticismo total. Claramente, este no es
el verdadero sentido cristiano de la esperanza. ¿Por qué existe esta diferencia
de significado que a menudo predomina en las mentes y corazones de los
cristianos? ¿Qué es lo que está llamada a hacer la Iglesia para anunciar la
verdadera esperanza cristiana?
2.
Hoy, en la evangelización de la Iglesia, rara vez se aborda la cuestión de la
eternidad, del más allá, e incluso llega a ser un verdadero tabú. ¿Por qué
sucede esto? ¿Qué es lo que ha fallado? ¿Qué habría que hacer?
Vivamos 1. El gran problema no
consiste solamente en hablar de esperanza sino en vivir la esperanza.
Concretamente, una comunidad cristiana ¿cómo puede vivir la esperanza en las
diversas actividades pastorales?
2.
La presencia de una persona en estado de viudedad o de una persona que ha
perdido a un hijo prematuramente podría ser fundamental para el crecimiento y
la madurez de las parejas que están haciendo un camino de preparación a la vida
consagrada en el sacramento del matrimonio. ¿Cómo puede todo esto convertirse
en una pastoral habitual de nuestras comunidades cristianas?
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