“Solo puedo dar gracias a Dios por la fe de nuestros indígenas”
Se llama Adelina Gurpegui Goicoechea, pero todo el mundo la
conoce como “sor Adrenalina” por su frenética actividad pese a sus 74
años. Acompaña a sacerdotes, atiende a enfermos, forma a jóvenes, ayuda a
toxicómanos o acoge a indígenas que no tienen nada.
Esta misionera navarra
pareciera tener, a tenor de lo que dicen los que le rodean, una especie de don
de bilocación pues parece estar en todos los rincones de la selva boliviana.
Es normal en misión verla remontar el río en canoas o realizar viajes
durante días para no dejarse absolutamente a nadie sin atención, tanto espiritual
como física, pues esta Hija de la Caridad es además enfermera y fisioterapeuta.
30 años en Bolivia y otros 10 en Haití
Adelina lleva ya 30 años como misionera en Bolivia, concretamente
al norte de Cochambaba, en el Parque Nacional Isiboro-Secure, un lugar habitado
por indígenas, y de gran belleza. Pero también lleno de pobreza y necesidades.
Antes, esta religiosa estuvo también otros diez años como misionera
en Haití, uno de los lugares más pobres del planeta. En España, había
trabajado en tres hospitales en Pamplona, Valencia y Teruel.
Una misionera incansable
Esta religiosa es puro nervio y como dice el Salmo 92 tiene la fuerza de
un bufalo. Tan pronto está en la ciudad de Cochabamba auxiliando a los jóvenes
drogadictos que sobreviven en la calle como dirigiendo el centro Solidaridad,
un oasis de esperanza que brinda a los más pobres entre los pobres
medicinas, alimentos, ropa y también educación.
Pero es que “sor Adrenalina" además también ha estado años
dirigiendo el hogar “Buen Samaritano”, que acoge a indígenas chimanes
que no tienen familia ni recursos así como a los discapacitados a los que la
sociedad no da ninguna oportunidad.
Así es uno de sus viajes a la selva
Y a todo ello suma su laboriosa misión en la selva. Ella misma explica,
tal y como recoge Obras Misionales Pontificias, uno de estos complicados
viajes. Se adentra en canoa en el parque nacional de Isiboro. Es la
forma de llegar a cientos de personas que allí la necesitan.
El paisaje es precioso, pero afirma que “las fotos no dicen nada, quedan
bonitas, pero la realidad y vida son muy diferentes, cada paso podría ser
una historia”.
La primera parada se da en un internado, en Katery, “en medio de la
selva, donde hay 80 jóvenes, desde secundaria hasta terminar como técnico
superior en agropecuaria”. Después toca seguir con la barca hasta Trinidacito,
a unos 35 kilómetros. “Voy con el padre a celebrar su fiesta patronal. Hemos
tardado cuatro horas navegando en canoa con un pequeño motor”, explica.
Cuatro días en canoa para visitar a los indígenas
El paisaje es idílico, reconoce la misionera, con numerosos animales.
“En la fiesta, realizan todas las ceremonias y rezos que les enseñaron los
jesuitas, a pesar de que hace 4 siglos que fueron expulsados. Bailan los
macheteros con sus grandes plumajes, pasan la noche velando al santo, con sus
oraciones y bailes alternando”.
Prosigue su viaje, comentando cómo se destruye la naturaleza y el modo
de vida de estas comunidades: “es la actual lucha por la dignidad y el
territorio. Con todo solo alcanza algunas comunidades, estas últimas no son
beneficiadas en nada. Es mi actual misión. De verdad nada fácil. Pienso en
los primeros gigantes o quijotescos misioneros y un desafío para mi edad”.
El viaje de esta misionera prosigue hasta Nueva Trinidad. El viaje les
lleva cuatro días con sus noches: “Nos ha tocado navegar en las noches
cerradas, negras, con una linterna y bajo la lluvia. De verdad
indescriptible, pero la mayor parte de mis rezos siempre van por esta
maravillosa y valiente gente que nos lleva incansable por estos ríos
conduciendo con un pequeño motor, sentados uno en cada punta de la barca de
madera, bien atentos a esquivar troncos y ramas que a veces nos golpean, hacen
entrar el agua y hay que sacar con una botella partida o una tutuma”.
De comunidad en comunidad
Cuenta que antes de esos cuatro días había llegado el “surazo”, con una
bajada muy fuerte de temperaturas. Cuenta cómo se les rompió la hélice, cómo
van pasando de comunidad en comunidad, Dulce Nombre, Villanueva… La acogida
de la gente humilde en medio de la lluvia. Medicinas, fideos, pescado… Tras
muchas penalidades llegaron a Nueva Trinidad.
“Solo puedo dar gracias a Dios por la fe de nuestros indígenas”, dice la
hermana Adelina, “que sobrepasa la mía, su respeto y cariño, que nos ven
enviados de Dios, a pesar de lo que somos. He orado en el camino como nunca,
sobre todo por ellos”.