Sentirse solo puede ser dramático, pero también
parte del camino para encontrarte con Dios y con los demás
El gran drama del tiempo que vivimos es la
soledad. Es la gran enfermedad del hombre de hoy.
Escribía el poeta inglés John
Donne: “Ningún
hombre es una isla”. Pero el otro día leía una noticia: “El
Reino Unido es una nación de hombres-isla. Nueve millones de británicos (casi
una quinta parte de la población) confiesan que se sienten solos”.
Tantas personas que viven solas.
Que no tienen con quien compartir la vivienda, los sueños, el camino. Tanta
soledad en el corazón del hombre que vive aislado.
La
incapacidad por romper las cadenas del alma, los muros que separan. Esa llave del corazón que he decidido
tirar en el fondo de un pantano. Para que nadie la encuentre. Porque no quiero
que nadie me conozca y me hiera.
El padre José Kentenich vivió en
lo más profundo la enfermedad del hombre de hoy. Vivió esa soledad desde su
infancia. Y allí, en el vacío más absoluto del alma, se
encontró con Dios.
Él decía: “Si
Dios quiere usar hombres para una gran tarea, sucede siempre así: los conduce a
la soledad; ellos, de alguna manera, vienen de la soledad, del desierto”[1].
La
soledad es parte del camino para encontrarme con Dios. La soledad del desierto puede ser el
comienzo de mi camino de entrega. La miro entonces como un bien, como un paso
necesario.
En mi soledad, en lo más hondo
de mi alma, está Dios. Allí cuando me adentro y dejo de vivir en la superficie,
me encuentro con Él.
Esa soledad se convierte en un
espacio sagrado para caminar a su lado y desde ahí ir al encuentro de los
hombres.
Pero hay otra
soledad que me hace daño. Me aísla, me seca. Es una soledad en
la que también me cierro a Dios. A Dios y a los hombres, y me lleno
de amargura.
Leía el otro día: “Muchas
personas en esta vida sufren porque están ansiosas buscando un hombre o una
mujer, un hecho o un encuentro que los libere de la soledad. Pero cuando entran
en una casa donde realmente se da la hospitalidad, pronto ven que sus propias
heridas deben ser entendidas no como fuente de desesperación y amargura sino
como signos de que tienen que seguir avanzando, obedeciendo a las voces que les
llaman, las de sus propias heridas”[2].
Creo que aprender
a vivir con mi soledad como un bien para mi vida, es el camino que he de seguir
para ser capaz de abrirme a otros. Para entrar en diálogo y
encontrarme en la profundidad sin caer en la masificación.
“Si
en el fondo no logramos una profunda comunión de dos con Dios, que cultiva una
cierta soledad ante las personas, no podemos esperar que nuestras raíces se
hundan profundamente en Dios, en cuyo caso debemos temer que la comunidad se
convierta en masificación”[3].
Quiero aprender a vivir
en paz con mi soledad. Sin caer en la amargura ni en la
desesperación. Necesito ahondar, llegar lo más dentro posible de mi alma.
Contemplar mi vida en silencio, sin miedo a estar solo. Detenerme en el
instante presente. Y calmarme.
Puedo estar solo todo el tiempo
que sea necesario. Sólo necesito aprender a caminar solo para
poder darme más tarde desde lo más propio, desde mi verdad.
¡Cuántas personas buscan en
seguida a otra que esté a su lado cuando han perdido a un ser querido! No
pueden estar solos. Pretenden calmar un dolor profundo llenando el vacío.
Quiero aprender a besar
la herida de mi soledad. De la insatisfacción del alma al no
vivir la plenitud del amor.
No quiero caer en una entrega
enfermiza y obsesiva a cualquiera. No quiero llenar de cualquier manera el
vacío de mi soledad.
Pretendo que otros calmen mi
sed. Llenen todo lo que me falta para estar completo. Compensen la falta de
amor. Lo que no recibo del mundo ni de Dios. Lo que no me han dado.
Cargo
pesados fardos sobre los que me rodean exigiéndoles más de lo que me pueden
dar. Les exijo
que me den todo lo que necesito. Todo lo que me falta y que lo hagan siempre.
Y en esa búsqueda de un amor infinito vivo
frustrado, enfermo, demandante. Hay muchos hombres que viven
solos porque de tanto exigir se han quedado solos.
¿Qué hay detrás de una soledad
no deseada? ¿Incapacidad para entrar en contacto profundo con el otro?
¿Inmadurez en el amor que ha alejado de sí a los que quería tener cerca?
¿Incapacidad para el compromiso al no querer depender de nadie? ¿Un amor herido
que no sabe amar sanamente y se da de forma enfermiza?
¿O es una soledad que acepto con
paz, como parte de mi camino?
Puede haber muchas causas.
Hoy las redes
sociales parecen llenar el vacío del alma. Pero no es así.
Hablo con más gente que nunca. Pero no profundizo. Digo tener más amigos. Pero
son pocos los de verdad. Y al final me encuentro más solo de lo que nunca he
estado.
¿Acaso me ayuda saber lo que los
otros hacen en cada momento del día para tener un profundo vínculo de amistad?
No, parece que no sirve. Saber lo que otro hace me acerca, pero no me deja
cavar en lo hondo del alma.
Puede que sepa de su vida, pero
no me he sentado a escuchar lo que está viviendo. El
drama de la soledad es una epidemia que acaba por llevar a la desesperanza.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia
