Los
poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la
Iglesia
Los poderes de este mundo
buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia. «No
queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19, 14). Lo tienen muy
claro. Pero ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del
diablo. Éstos «son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio
vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas»; en cambio los cristianos nos
reconocemos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo» (Flp 3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu
Santo, permanecemos en la súplica permanente del Padrenuestro: «Venga a
nosotros tu Reino».
«Cristo, ¿vuelve o no
vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani
(1899-1981), grandísimo escritor, traductor y comentador de El Apokalipsis
de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él
para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba él con razón de
que el segundo Adviento glorioso de Cristo, con su victoria total y
definitiva sobre el mundo, estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano,
tan ausente de la predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza
han de iluminar toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede
conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si
Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo
fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).
Comencemos por recordar
que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.
No tienen verdadera
esperanza
–aquéllos que
diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están
ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles
en la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable
el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista–
decir «vamos bien».
–Tampoco tienen
esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «renovaciones
primaverales» de la Iglesia, estilos pastorales profundamente mejorados, si
no insisten suficientemente en el reconocimiento humilde de
los pecados presentes y en la conversión y penitencia que nos
libran de ellos.
–Falsa es la esperanza
de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los males
que sufrimos en la Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas
doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia
oficial», que no temen romper con tradiciones mantenidas durante veinte siglos.
Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la
tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez
intentan conseguir por medios humanos –grupos de presión, nuevos métodos y
consignas, organizaciones y campañas, una y otra vez cambiados y renovados–,
aquello que sólo puede lograrse por la fidelidad a la verdad y a los
mandamientos de Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a
ser des-esperantes.
–No esperan de verdad la
victoria «próxima» de Cristo Rey aquellos que pactan con el mundo,
haciéndose cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o que
incluso están de acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles
a los grandes Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden
Nuevo sin Dios y contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza
de la Parusía inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque
aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden
ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal
menor, van llevando al pueblo, un pasito detrás de los enemigos del Reino,
a los mayores males.
–No tienen esperanza
quienes no creen en la fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no llaman a
conversión, como no sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la
posibilidad del infierno. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea:
que el pueblo en su gran mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane
normalmente el matrimonio con la anticoncepción, que dé su voto a partidos
políticos abortistas, etc. No piensan siquiera en llamar a conversión a los
propios cristianos –mucho menos aún a los paganos–, porque estiman
irremediables los males arraigados en el presente. «¿Cómo les vas a pedir que?»
… Al fallarles la esperanza en Dios, la esperanza en la fuerza de su gracia, y
en la bondad potencial de los hombres asistidos por Cristo, ellos no piden nada,
y por tanto, no dan el don de Dios a los hombres, a los
casados, a los políticos, a los feligreses sencillos, a los cristianos
dirigentes, a los no-creyentes. No llaman a conversión, porque en el fondo no
creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los
males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y
carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y
derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!
Tienen verdadera esperanza
–los que reconocen los
males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y,
más aún, a decirlos. Porque tienen esperanza en el poder del
Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no
proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es
bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los
que en realidad «van mal».
–Los que tienen
esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión,
para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la
humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto
litúrgico del Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la
obediencia de la disciplina eclesial.
Se atreven a predicar así
el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados,
puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar
hijos de Abraham (Mt 3, 9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella
fundada en la omnipotencia misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del
mundo, procuran evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos
cristianos paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.
–Tienen esperanza aquellos
que esperan la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (Flp
3,20-21), los que saben que «es preciso que Él reine hasta poner a todos sus
enemigos bajo sus pies», sometiendo a su autoridad en la Parusía a todo lo que
existe, a todo poder mundano y toda realidad, y sujetándolo al Padre celestial,
de tal modo que «Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 15.25-29).
«Todos los pueblos, Señor,
vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15, 4). El
«Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está viva de verdad
esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son muchos los que dan
por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles son las esperanzas
de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y
cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que están
profundamente mundanizadas?…
Nuestras esperanzas no son
otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas Escrituras. En
ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos
vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85, 9; cf.
Tob 13, 13; Sal 85, 9; Is 60; Jer 16, 19; Dan 7, 27; Os 11, 10-11; Sof 2, 11;
Zac 8, 22-23; Mt 8, 11; 12, 21; Lc 13, 29; Rm 15, 12; etc.). El mismo Cristo
nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn
10, 16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor
litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios,
soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones.
¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres
santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap
15, 3-4).
Siendo ésta la altísima
esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de
inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni
ponemos nuestra esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que
gobiernan el mundo, ni tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho
ruido, van realizando cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos
de la Bestia mundana, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le
queda poco tiempo» (Ap 12, 12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al
Príncipe de este mundo ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos
ni siquiera la tentación de establecer complicidades oscuras con este mundo de
pecado.
«Estas cosas os las he
dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo habéis de tener combates; pero
confiad: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). «Vengo pronto, mantén con
firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3, 12). «Vengo
pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su
trabajo» (22, 12). «Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22, 20).
Una vez más son hoy los
Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas de la Iglesia. Son
ellos los que, fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc
22, 32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a las Escrituras, a la
fe y a la esperanza de la Tradición católica. Y mantienen la fe en las promesas
de Cristo con muy pocos apoyos de los predicadores y autores católicos
actuales.
León XIII enseña:
«Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a
los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4, 12), éste es el mayor de
nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser
colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán seguramente quienes estimen
que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para
desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta
confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué
cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación
de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo… Dios
favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya
potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma benignidad el
cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y
un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis, 1894).
San Pío X, de modo
semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar
todas las cosas en Cristo» (Ef 1, 10). Es cierto que «“se han amotinado
las gentes contra su Autor y que traman las naciones planes vanos” (Sal 2, 1).
Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: “apártate
de nosotros” (Job 21, 14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la
reverencia hacia el Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder
supremo en las costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura
con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca
totalmente.
«Quien reflexione sobre
estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad de los ánimos sea
un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar para el último
tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien habla el Apóstol,
ya habita en este mundo” (2 Ts 2, 3) … Se pretende directa y
obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre Dios y el
hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo Apóstol. El
hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios, exaltándose
sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha consagrado a sí
mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se
sentará en el templo de Dios, mostrando como si fuese Dios (ib. 2, 4).
«Sin embargo, ninguno
que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales
contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la
cabeza de sus enemigos” (Sal 67 ,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey
del mundo” (46, 8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres”
(9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc.Supremi
Apostolatus Cathedra, 1903).
Cristo vence, reina e
impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin apenas
enterarnos de ello– que Cristo «vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria
final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del
universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia
humana una Providencia omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su
ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18), ¿podrá algún
creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la realidad
del actual gobierno providente del Señor y sobre la plena victoria final del
Reino de Cristo sobre el mundo?
Reafirmemos nuestra fe y
nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el
horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del
cristianismo proceden hoy en gran medida del silenciamiento y olvido de
la Parusía. Sin la esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de
Cristo, los cristianos caen en la apostasía. En el Año litúrgico de la
Iglesia la solemnidad de Cristo Rey precede a la celebración gozosa de su
Adviento: del primero, que ya fue en la humildad y la pobreza, y del segundo,
que se producirá en gloria y en poder irresistible.
Por: P. José
María Iraburu