El Señor nos pide siempre dar un paso
decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la pretensión de ser
perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar
El Papa Francisco
celebró éste Domingo, 10 de Septiembre previo a su regreso a Roma ayer lunes,
la última misa de éste vigésimo viaje apostólico de su Pontificado que le ha
llevado a las ciudades de Bogotá, Villavicencio, Medellín y a Cartagena de
Indias.
Texto de la homilía del Santo
Padre en Cartagena de Indias, Colombia
En esta ciudad, que ha
sido llamada «la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad
conseguida, celebro la última Eucaristía de este viaje a Colombia. También,
desde hace 32 años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos
Humanos porque aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero
formado por los sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corberó, Alonso de Sandoval
y el Hermano Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de
Cartagena de Indias en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la
situación de los oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por
quienes clamaron por el buen trato y la libertad» (Congreso de Colombia 1985,
ley 95, art. 1).
Aquí, en el Santuario
de san Pedro Claver, donde de modo continuo y sistemático se da el encuentro,
la reflexión y el seguimiento del avance y vigencia de los derechos humanos en
Colombia, la Palabra de Dios nos habla de perdón, corrección, comunidad y
oración.
En el cuarto sermón
del Evangelio de Mateo, Jesús nos habla a nosotros, a los que hemos decidido
apostar por la comunidad, a quienes valoramos la vida en común y soñamos con un
proyecto que incluya a todos. El texto que precede es el del pastor bueno que
deja las 99 ovejas para ir tras la perdida, y ese aroma perfuma todo el
discurso: no hay nadie lo suficientemente perdido que no merezca nuestra
solicitud, nuestra cercanía y nuestro perdón. Desde esta perspectiva, se
entiende entonces que una falta, un pecado cometido por uno, nos interpele a
todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del pecado del hermano; ese
está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañó no se pierda.
En estos días escuché
muchos testimonios de quienes han salido al encuentro de personas que les
habían dañado. Heridas terribles que pude contemplar en sus propios cuerpos;
pérdidas irreparables que todavía se siguen llorando, sin embargo han salido,
han dado el primer paso en un camino distinto a los ya recorridos. Porque
Colombia hace décadas que a tientas busca la paz y, como enseña Jesús, no ha
sido suficiente que dos partes se acercaran, dialogaran; ha sido necesario que
se incorporaran muchos más actores a este diálogo reparador de los pecados. «Si
no te escucha, busca una o dos personas más» (Mt 18, 15), nos dice el Señor en
el Evangelio.
Hemos aprendido que
estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de
delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos
de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos
institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús
encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las
partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la
experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados,
para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de
memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es
la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No
necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada
o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un
acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 239).
Nosotros podemos hacer
un gran aporte a este paso nuevo que quiere dar Colombia. Jesús nos señala que
este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo de a dos.
Nada podrá reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso colectivo nos
exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar.
Las heridas hondas de
la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé
posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente
reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero
eso sólo nos deja en la puerta de las exigencias cristianas.
A nosotros se nos
exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a la cultura de la muerte, de
la violencia, respondemos con la cultura de la vida, del encuentro. Nos lo
decía ya ese escritor tan de ustedes, tan de todos: «Este desastre cultural no
se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una educación para la paz,
construida con amor sobre los escombros de un país enardecido donde nos
levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a los otros... una
legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa energía
creadora que durante casi dos siglos hemos usado para destruirnos y que
reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación» (Gabriel García
Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).
¿Cuánto hemos accionado
en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido, permitiendo que la
barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo? Jesús nos manda a
confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de vida que dañan el
cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se «normalizan»
procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se alce ni
nuestras manos acusen proféticamente!
Al lado de san Pedro
Claver había millares de cristianos, consagrados muchos de ellos; sólo un
puñado inició una corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo
restaurar la dignidad y la esperanza de centenares de millares de negros y de
esclavos que llegaban en condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor,
con todas sus esperanzas perdidas. No poseía títulos académicos de renombre;
más aún, se llegó a afirmar que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio»
de vivir cabalmente el Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban
sólo un deshecho. Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la
Compañía de Jesús fue seguida por santa María Bernarda Bütler, que dedicó su
vida al servicio de pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena. [1]
En el encuentro entre
nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida para que vuelva a
ser auténticamente humana. «La casa común de todos los hombres debe continuar
levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el
respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de
los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos,
de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables
porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa
común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una
cierta sacralidad de la naturaleza creada» (Discurso a las Naciones Unidas, 25
septiembre 2015).
También Jesús nos
señala la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar, persista
en su mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados que
hieren la convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la
droga, con la que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles. Este
mal atenta directamente contra la dignidad de la persona humana y va rompiendo
progresivamente la imagen que el creador ha plasmado en nosotros. Condeno con
firmeza esta lacra que ha puesto fin a tantas vidas y que es mantenida y
sostenida por hombres sin escrúpulos. No se puede jugar con la vida de nuestro
hermano, ni manipular su dignidad. Hago un llamado para que se busquen los
modos para terminar con el narcotráfico que lo único que hace es sembrar muerte
por doquier, truncando tantas esperanzas y destruyendo tantas familias.
Pienso también en
otros dramas como en la devastación de los recursos naturales y en la
contaminación; en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo
ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume
rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales,
exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la
prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más
jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos,
en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía
difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente
desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la
ilegalidad» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 8), e incluso en
una «aséptica legalidad» pacifista que no tiene en cuenta la carne del hermano,
la carne de Cristo. También para esto debemos estar preparados, y sólidamente
asentados en principios de justicia que en nada disminuyen la caridad.
No es posible convivir
en paz sin hacer nada con aquello que corrompe la vida y atenta contra ella. A
este respecto, recordamos a todos aquellos que, con valentía y de forma
incansable, han trabajado y hasta han perdido la vida en la defensa y
protección de los derechos de la persona humana y su dignidad. Como a ellos, la
historia nos pide asumir un compromiso definitivo en defensa de los derechos
humanos, aquí, en Cartagena de Indias, lugar que ustedes han elegido como sede
nacional de su tutela.
Finalmente Jesús nos
pide que recemos juntos; que nuestra oración sea sinfónica, con matices
personales, distintas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo
clamor. Estoy seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que
estuvieron errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza,
por la reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema
de esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una
dirección común.
«Dar el primer paso»
es, sobre todo, salir al encuentro de los demás con Cristo, el Señor. Y Él nos
pide siempre dar un paso decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la
pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar.
Si Colombia quiere una
paz estable y duradera, tiene que dar urgentemente un paso en esta dirección,
que es aquella del bien común, de la equidad, de la justicia, del respeto de la
naturaleza humana y de sus exigencias. Sólo si ayudamos a desatar los nudos de
la violencia, desenredaremos la compleja madeja de los desencuentros: se nos
pide dar el paso del encuentro con los hermanos, atrevernos a una corrección
que no quiere expulsar sino integrar; se nos pide ser caritativamente firmes en
aquello que no es negociable; en definitiva, la exigencia es construir la paz,
«hablando no con la lengua sino con manos y obras» (san Pedro Claver), y
levantar juntos los ojos al cielo: Él es capaz de desatar aquello que para
nosotros pareciera imposible, Él ha prometido acompañarnos hasta el fin de los
tiempos, Él no dejará estéril tanto esfuerzo.
También ella tuvo la
inteligencia de la caridad y supo encontrar a Dios en el prójimo; ninguno de
los dos se paralizó ante la injusticia y la dificultad. Porque «ante el
conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara,
se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera
en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las
instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se
vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse
ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo
en el eslabón de un nuevo proceso» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 227).
Juan Carlos Velarde González
Radio Vaticano