«Quien sea que haya
experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene del ser
perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez»
Es
éste en síntesis el mensaje del Papa Francisco en el Ángelus del domingo 17 de
setiembre, el XXIV del tiempo ordinario, tras reflexionar sobre el Evangelio
del día.
A continuación, la
alocución del Papa antes de la oración mariana del Ángelus:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
pasaje del Evangelio de este domingo (Mt 18, 21 a 35) nos ofrece una enseñanza
sobre el perdón, que no niega el agravio sufrido, sino que reconoce que el ser
humano, creado a imagen de Dios, es siempre más grande que el mal que comete.
San Pedro le pregunta a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi
hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?» (V. 21). A Pedro le parece lo
máximo perdonar siete veces a una misma persona; y tal vez a nosotros ya nos
parece mucho hacerlo dos veces. Pero Jesús responde: «No te digo que hasta
siete veces, sino hasta setenta y siete veces» (v. 22), es decir, siempre. Tú
debes perdonar siempre. Y confirma esto narrando la parábola del rey
misericordioso y el siervo despiadado, en la cual muestra la incoherencia de
aquel que fue perdonado antes y que luego se niega a perdonar.
El
rey de la parábola es un hombre generoso que, tomado por la compasión, condona
una deuda enorme - "diez mil talentos" -, enorme, a un siervo que le
suplica. Pero ese mismo siervo, tan pronto como se encuentra con otro siervo
que le debía cien denarios - es decir, mucho menos -, actúa sin piedad,
haciéndolo aprisionar. La actitud incoherente de este siervo es también la
nuestra cuando rechazamos el perdón a nuestros hermanos. Mientras que el rey de
la parábola es la imagen de Dios que nos ama de un amor rico de misericordia
tanto como para acogernos, amarnos y perdonarnos continuamente.
Desde
nuestro Bautismo, Dios nos ha perdonado, condonándonos una deuda insoluble: el
pecado original. Eso la primera vez. Luego, con una misericordia sin límites,
Él nos perdona todas las culpas tan pronto como mostramos sólo un pequeño signo
de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando tenemos la tentación de
cerrar el corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las
palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «Te perdoné toda aquella
deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu
compañero, así como yo me compadecí de ti?» (Versículos 32-33). Quien sea que
haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene del ser
perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.
En
la oración del Padrenuestro, Jesús quiso incluir la misma enseñanza de esta
parábola. Puso en relación directa el perdón que le pedimos a Dios con el
perdón que debemos conceder a nuestros hermanos, «Perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mateo 6:12). El perdón
de Dios es el signo de su abrumador amor por cada uno de nosotros; es el amor
que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera nuestro
regreso todos los días; es el amor emprendedor del pastor por la oveja perdida;
es la ternura que recibe a cada pecador que llama a su puerta. El Padre
Celestial, nuestro Padre, está lleno, lleno de amor y quiere ofrecérnoslo, pero
no puede hacerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los demás.
Que
la Virgen María nos ayude a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y la
grandeza del perdón recibido de Dios, para volvernos misericordiosos como Él,
Padre bueno, lento para la ira y grande en amor. Ángelus domini...
Griselda
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