Preguntémonos
si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en
la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a
Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón
La
celebración de la Santa Misa de la Solemnidad de los Santos Apóstoles
Pedro y Pablo, presidida por el Papa Francisco con los cinco nuevos
Cardenales, que creó en la víspera, comenzó con la bendición del Palio de los
36 nuevos Arzobispos Metropolitanos, nombrados en el curso del año.
En
la Plaza de San Pedro, con la liturgia del día, el Obispo de Roma reflexionó
sobre tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión,
persecución, oración.
Texto de la homilía del
Papa:
La
liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del
apóstol: confesión, persecución, oración.
La confesión es
la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general,
sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que
es el Hijo del Hombre?» (Mt 16, 13). Y de esta «encuesta» se revela de
distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando
el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres
el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que
Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.
Jesús
nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero
especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no
valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta
sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los
artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él
nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como
si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón,
la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro,
también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos
y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a la segunda pregunta de Jesús
para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.
Preguntémonos
si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en
la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a
Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe
que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con
tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede
conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que
correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo.
Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final;
no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en
nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de
la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.
Y
esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los
que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la
comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de
los Apóstoles (cf. 12, 1). Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a
veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos
cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una
violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se
respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.
Por
otra parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo
afirma antes de «ser —como escribe— derramado en libación» (2 Tm4, 6).
Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1, 21), y Cristo crucificado (cf.
1 Co 2, 2), que dio su vida por él (cf. Ga 2, 20). De este
modo, como fiel discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia
vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un
cristiano.
En
efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también
saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el
mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar
a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás.
Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor
crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros
podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados,
mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4, 8-9).
Soportar
es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por
eso Pablo —lo hemos oímos— se considera un triunfador que está a punto de
recibir la corona (cf. 2 Tm 4, 8) y escribe: «He combatido el
noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su
comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí
mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir,
sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose. Una cosa dice que conservó: no
la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo. Por amor a Jesús
experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben
nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido
por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos
encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.
La
tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión
y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración
es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza.
La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en
los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la
oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos
lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien
custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12, 5).
Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él.
Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza
que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la
autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida
no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que
nos mantienen prisioneros.
Que
los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado
por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas
y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el
Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la
Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de
oración, que viven la oración.
El
Señor interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado
y que nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles
y os acompañará también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos
en la caridad de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará
también cerca de vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el
palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen
Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea
ardientemente ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie al Patriarca
Ecuménico y también a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, y bendiga al
querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como señal de comunión apostólica.
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