El pecado es una
injusticia a la realidad de las cosas y por eso afecta al mundo
Hace
algún tiempo se difundió como noticia “novedosa” que la Iglesia había cambiado
los pecados “tradicionales” (los denominados “capitales” porque están en la
cabeza de los demás pecados: la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia
y pereza) por unos nuevos pecados, que serían los verdaderos pecados: los
“pecados sociales”. Es decir, los que van contra la justicia social y el
cuidado de la tierra.
Era
un malentendido, porque, para empezar, todo pecado tiene una raíz personal. Y,
a la vez, todo pecado posee implicaciones para los demás y el mundo. Estas
implicaciones –daños reales a los que nos rodean y a la tierra en que vivimos¬–
no se tienen en cuenta o no se perciben como consecuencias de pecados
personales.
La
difusión de este tipo de noticias puede deberse a cierta reacción contra una
perspectiva individualista del pecado. En efecto, si se piensa que el
pecado sólo me afecta a mí y a mis relaciones con Dios, y a nadie más le
importa, puede ser difícil reconocer su relación con la justicia.
El
siglo pasado –como señalaba Benedicto XVI en un encuentro con el clero de Roma
(7-II-2008)– se extendió hasta cierto punto una interpretación individualista
del Evangelio, donde lo importante era la salvación de la propia alma, y esto
–aun siendo fundamental– no podía ser plenamente cristiano; porque alguien
se salva en la medida en que se entrega a los otros, para que ellos también
puedan salvarse de sus límites, de sus dificultades, y, en último término, de
una vida sin sentido.
Por
eso el pecado nunca afecta sólo al que lo comete, aunque se trate de un oculto
pensamiento. En la perspectiva bíblica y cristiana, el pecado es una
injusticia a la realidad de las cosas, y, como tal, no queda en la esfera
privada o individual, sino que de alguna manera afecta al mundo entero.
Actualmente
quizá estemos –entre otras cosas por la ley del péndulo, que provoca una
reacción contraria cuando algo es exagerado– en el otro extremo: Juan
Pablo II habló de una “pérdida del sentido del pecado”; sobre todo, de su raíz
personal. Y es por aquí por donde ahora parece venir el no reconocer la
relación de la injusticia con el pecado. No ya porque no se vea que todo pecado
es una injusticia, sino porque se tiende a reducir el pecado a la injusticia
social.
Con
esto el problema es que no se descubre la injusticia más “radical”:
aquella que priva a cada uno de lo suyo, en aquello que más necesita y en el
orden que lo necesita. Y como las personas necesitamos el amor, cuando no
se nos da –o no lo damos a Dios y a los demás– cometemos una injusticia.
No
una injusticia cualquiera, sino la peor de todas las injusticias, la raíz de
todas las injusticias que consiste en encerrarse en uno mismo, dando la espalda
a la verdad más profunda de las personas y de las cosas; hasta llegar a
convertirse cada cual en dios de sí mismo.
La
justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la
expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”. Para entrar en la
justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo
estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”, escribía Benedicto
XVI en uno de sus mensajes de Cuaresma.
Y
para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y
llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás
y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”.
Claro
que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere
“humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para
darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de
la Penitencia y de la Eucaristía”.
Al
mismo tiempo, con esta experiencia “el cristiano se ve impulsado a contribuir a
la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir
según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el
amor”. Este es –cabe recordar– el modelo que vivían ya los primeros cristianos:
una justicia enraizada, presidida, enmarcada, perfeccionada y vivificada por el
amor.
Un
converso al cristianismo, William Wilberforce, consiguió en 1807 la abolición
de la esclavitud, como se relata en la película Amazing Grace (Michael
Apted, 2006). Hoy también se necesita seguir aboliendo otras esclavitudes.
En
primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la codicia,
la posesión o el poder injustos); también las de aquellos que en el seno
materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida
antes de ver la luz; las de tantos millones de personas esclavos del hambre, la
explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos
desamparados.
Ojalá
que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa
“maravillosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora
veo”.
Por Ramiro Pellitero, del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad de Navarra
Fragmento de un artículo publicado originalmente por Encuentra
Fuente:
Aleteia