Gracias a este bautismo, nosotros somos bautizados y regenerados a la vida nueva del Resucitado
El
bautismo de Jesús en el Jordán ha sido representado en el Oriente cristiano con
iconos bellísimos que sorprenden por su densidad teológica llena de
simbolismos. Jesús aparece con el agua del río que le llega hasta la cintura, o
hasta los hombros. Pero en el icono más divulgado las aguas aparecen incluso
por encima de su cabeza.
Esta representación del bautismo se denomina
«sarcófago acuoso» porque Cristo, con su cuerpo rígido como un cadáver, parece
que está colocado en un sepulcro lleno de agua.
Esto tiene relación con el rito
bautismal de la primitiva Iglesia que se realizaba sumergiendo tres veces al
neófito en el baptisterio hasta cubrirle la cabeza con agua, indicando que se
sepultaba en la muerte de Cristo para resucitar a la vida nueva del Resucitado.
No hay que olvidar que la palabra «bautismo» viene del griego y significa
«inmersión».
¿De dónde viene esta simbología? Cuando Cristo acude a
bautizarse en el Jordán, hace un signo de humildad al situarse en la fila de
los pecadores que hacían penitencia. No extraña, pues, que Juan Bautista se
resista a bautizarlo porque sabe que Jesús es santo y no necesita convertirse.
Jesús se impone a Juan diciéndole que es preciso «cumplir toda justicia», es
decir, hacer la voluntad de Dios. Ahora bien, la voluntad de Dios sobre Cristo
es que se una a los pecadores para salvarlos. Su mismo nombre —Jesús— significa
que viene a salvar a su pueblo de sus pecados.
Sumergirse en las aguas del
Jordán es un símbolo de que Jesús descenderá a las profundidades de la muerte,
morirá como todo hombre para salvarnos del pecado. Así lo explica san Cirilo de
Jerusalén con una fórmula magistral: «Habiendo bajado a las aguas, ató al
fuerte». Ese fuerte del que habla san Cirilo es el diablo. Pero Cristo es más
fuerte que él, y puede atarlo y arrebatarle sus rehenes. En su Bautismo, Cristo
desciende simbólicamente a las aguas de la muerte para salir de ellas como el
Nuevo Adán que viene a reparar la obra del primero. Por eso se le pinta en
algunos iconos totalmente desnudo, como estaba Adán en el Paraíso antes de
pecar, con la pureza original dada por Dios en la creación.
El relato del bautismo termina con el descenso del Espíritu
Santo sobre Jesús, que viene a ungir su carne recibida en la encarnación y
disponerle así a su misión, en cuanto Dios hecho hombre. Esta unción aclara la
santidad de aquel que se solidariza con los pecadores. El Padre, con su voz,
revela la identidad más íntima de Cristo: «Éste es mi Hijo amado en quien me
complazco». No hay duda, pues, sobre quién es Jesús y cuál es su misión.
Al
solidarizarse con los pecadores, compartiendo nuestra naturaleza herida por el
pecado, Jesús prepara el camino de la redención, que se realizará en su muerte
y resurrección, cuando Cristo lleve a término su «bautismo», la «inmersión» en
su propia muerte, y «guste la muerte por todos». «Gustar la muerte» y «beber el
cáliz» son expresiones simbólicas para indicarnos que la solidaridad de Cristo
le lleva a sumergirse en el oscuro mundo del pecado, representado por las aguas
del Jordán que le anegan.
Gracias a este bautismo, nosotros somos bautizados y
regenerados a la vida nueva del Resucitado. En nuestro bautismo, si nos
atenemos a lo que enseña san Pablo, padecemos nuestra verdadera muerte: la
muerte al hombre viejo y caduco, la muerte a nuestra condición pecadora, la
muerte a todo lo que nos impedía mirar con esperanza el término de nuestra
vida, cuando suframos la muerte física. Sumergidos en Cristo, no debemos temer
la muerte, porque quien tenía el dominio de esta muerte, el diablo, ha sido
atado por Cristo al descender a las aguas del Jordán.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia