Recordó que
Dios es nuestro consuelo y que debemos dejarlo entrar en nuestra vida,
rechazando la lógica mundana y de la eficiencia
El
santo padre Francisco presidió en Georgia la santa misa en el estadio de
Meskhi, en el segundo y último día de su viaje que le llevará también a
Azerbaiyán.
En su homilía el
Santo Padre señaló que Dios quiere cargar con nuestros pecados e inquietudes
porque, más allá del mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos. Y que Dios
es el consuelo que necesitamos en medio de las vicisitudes turbulentas de la
vida. Invitó por ello a dejarle al Señor entrar en nuestra vida. Pero adviritió
que hay una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios: hacerse pequeños
como niños, sin necesidad de acumular honores y prestigios. Porque es
dichosa la Iglesia que no cede a la lógica del éxito mundano ni los criterios
del funcionalismo.
A continuación el texto completo de la
homilía
Entre los muchos
tesoros de este espléndido país destaca el gran valor que representan las
mujeres. Ellas —escribía santa Teresa del Niño Jesús, cuya memoria celebramos
hoy— «aman a Dios en número mucho mayor que los hombres» (Manuscritos
autobiográficos, Manuscrito A, VI). Aquí en Georgia, hay muchas abuelas y
madres que siguen conservando y transmitiendo la fe, sembrada en esta tierra
por santa Nino, y llevan el agua fresca del consuelo de Dios a muchas
situaciones de desierto y conflicto.
Esto nos ayuda a
comprender la belleza de lo que el Señor dice en la primera lectura de hoy:
«Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66, 13).
Como una madre toma sobre sí el peso y el cansancio de sus hijos, así quiere
Dios cargar con nuestros pecados e inquietudes; él, que nos conoce y ama
infinitamente, es sensible a nuestra oración y sabe enjugar nuestras lágrimas.
Cada vez que nos mira se conmueve y se enternece con un amor entrañable,
porque, más allá del mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos; desea
tomarnos en brazos, protegernos, librarnos de los peligros y del mal. Dejemos
que resuenen en nuestro corazón las palabras que hoy nos dirige: «Como una
madre consuela, así os consolaré yo».
El consuelo que
necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la
presencia de Dios en el corazón. Porque su presencia en nosotros es la fuente
del verdadero consuelo, que permanece, que libera del mal, que trae la paz y
acrecienta la alegría. Por lo tanto, si queremos ser consolados, tenemos que
dejar que el Señor entre en nuestra vida. Y para que el Señor habite
establemente en nosotros, es necesario abrirle la puerta y no dejarlo fuera.
Hay que tener siempre abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere
entrar por ahí: por el Evangelio leído cada día y llevado siempre con nosotros,
la oración silenciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A través de
estas puertas el Señor entra y hace que las cosas tengan un sabor nuevo. Pero
cuando la puerta del corazón se cierra, su luz no llega y se queda a oscuras.
Entonces nos acostumbramos al pesimismo, a lo que no funciona bien, a las
realidades que nunca cambiarán. Y terminamos por encerrarnos dentro de nosotros
mismos en la tristeza, en los sótanos de la angustia, solos. Si, por el
contrario, abrimos de par en par las puertas del consuelo, entrará la luz del
Señor.
Pero Dios no nos
consuela sólo en el corazón; por medio del profeta Isaías, añade: «En Jerusalén
seréis consolados» (66, 13). En Jerusalén, en la comunidad, es decir en la
ciudad de Dios: cuando estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra
el consuelo de Dios.
En
la Iglesia se encuentra consuelo, la Iglesia es la casa del consuelo: aquí Dios
desea consolar. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy
portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a
quien veo cansado y desilusionado?
El
cristiano, incluso cuando padece aflicción y acoso, está siempre llamado a
infundir esperanza a quien está resignado, a alentar a quien está desanimado, a
llevar la luz de Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su perdón.
Muchos sufren, experimentan pruebas e injusticias, viven preocupados. Es
necesaria la unción del corazón, el consuelo del Señor que no elimina los
problemas, pero da la fuerza del amor, que ayuda a llevar con paz el dolor.
Recibir y llevar el consuelo de Dios: esta misión de la Iglesia es urgente.
Queridos
hermanos y hermanas, sintámonos llamados a esto; no a fosilizarnos en lo que no
funciona a nuestro alrededor o a entristecernos cuando vemos algún desacuerdo
entre nosotros. No está bien que nos acostumbremos a un «microclima» eclesial
cerrado, es bueno que compartamos horizontes de esperanza amplios y abiertos,
viviendo el entusiasmo humilde de abrir las puertas y salir de nosotros mismos.
Pero hay una
condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos recuerda
su Palabra: hacerse pequeños como niños (cf. Mt 18, 3-4), ser «como un niño en
brazos de su madre» (Sal 130, 2). Para acoger el amor de Dios es necesaria esta
pequeñez del corazón: en efecto, sólo los pequeños pueden estar en brazos de su
madre.
Quien se hace
pequeño como un niño —nos dice Jesús— «es el más grande en el reino de los
cielos» (Mt 18, 4). La verdadera grandeza del hombre consiste en hacerse
pequeño ante Dios. Porque a Dios no se le conoce con elevados pensamientos y
muchos estudios, sino con la pequeñez de un corazón humilde y confiado. Para
ser grande ante el Altísimo no es necesario acumular honores y prestigios,
bienes y éxitos terrenales, sino vaciarse de sí mismo. El niño es precisamente
aquel que no tiene nada que dar y todo que recibir. Es frágil, depende del papá
y de la mamá. Quien se hace pequeño como un niño se hace pobre de sí mismo,
pero rico de Dios.
Los niños, que no
tienen problemas para comprender a Dios, tienen mucho que enseñarnos: nos dicen
que él realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es
simple y sincero, sin dobleces. Nos lo muestra el Evangelio, donde se realizan
grandes maravillas con pequeñas cosas: con unos pocos panes y dos peces (cf. Mt
14, 15-20), con un grano de mostaza (cf. Mc 4, 30-32), con el grano de trigo
que cae en tierra y muere (cf. Jn 12, 24), con un solo vaso de agua ofrecido
(cf. Mt 10, 42), con dos pequeñas monedas de una viuda pobre (cf. Lc 21, 1-4),
con la humildad de María, la esclava del Señor (cf. Lc 1, 46-55).
He aquí la
sorprendente grandeza de Dios, un Dios lleno de sorpresas y que ama las
sorpresas: nunca perdamos el deseo y la confianza en las sorpresas de Dios. Nos
hará bien recordar que somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la
vida, sino hijos del Padre; no adultos autónomos y autosuficientes, sino niños
que necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón.
Dichosa
las comunidades cristianas que viven esta genuina sencillez evangélica. Pobres
de recursos, pero ricas de Dios.
Dichosos
los pastores que no se apuntan a la lógica del éxito mundano, sino que siguen
la ley del amor: la acogida, la escucha y el servicio.
Dichosa
la Iglesia que no cede a los criterios del funcionalismo y de la eficiencia
organizativa y no presta atención a su imagen. Pequeño y amado rebaño de
Georgia, que tanto te dedicas a la caridad y a la formación, acoge el aliento
que te infunde el Buen Pastor, confíate a Aquel que te lleva sobre sus hombros
y te consuela.
Quisiera resumir
estas ideas con algunas palabras de santa Teresa del Niño Jesús, a quien
recordamos hoy. Ella nos señala su «pequeño camino» hacia Dios, «el abandono
del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre», porque «Jesús no
pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud» (Manuscritos
autobiográficos, Manuscrito B).
Lamentablemente
–como escribía entonces, y ocurre también hoy–, Dios encuentra «pocos corazones
que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor
infinito» (ibíd.). La joven santa y Doctora de la Iglesia, por el contrario,
era experta en la «ciencia del Amor» (ibíd.), y nos enseña que «la caridad
perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de
sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les
veamos practicar»; nos recuerda también que «la caridad no debe quedarse
encerrada en el fondo del corazón» (Manuscrito C).
Pidamos
hoy, todos juntos, la gracia de un corazón sencillo, que cree y vive en la
fuerza bondadosa del amor, pidamos vivir con la serena y total confianza en la
misericordia de Dios.
Fuente: Zenit