¿PARA QUÉ ME SIRVE SER CRISTIANO? (I)


¿Alguna vez te ha parecido que no ganas nada con serlo? Es importante saber qué nos ofrece la vida cristiana, para no crearse falsas espectativas y para ir tras lo que sí nos garantiza

Es frecuente que en momentos de cansancio, frustración o desconsuelo cruce por la cabeza una pregunta punzante: “Pero entonces, ¿para qué me sirve ser cristiano?”


Se puede plantear con tonos muy distintos: rebelde, desafiante, desanimado o dolorido. Puede ser una mera queja, una búsqueda de respuesta, un planteo de fondo o la declaración enojada de que no sirve para nada…

De tono en que se haga y de la respuesta que se le dé, dependerá en muchos casos, qué tipo de cristiano se sea –santo, tibio o frío– o que se deje de serlo del todo…

Desde una perspectiva quizá utilitarista y desafiante, equivale a la pregunta sobre el sentido de ser cristiano.

Hay otras preguntas equivalentes. Por ejemplo: ¿para qué me sirve creer en Dios (o amarlo, o rezar…)? ¿qué gano con ir a Misa (o si me confieso, casarme por la Iglesia…)? Y un largo etcétera de otras similares a las que queremos analizar y responder en este artículo.

Preguntas planteadas en términos del interés, conveniencia o beneficios que me produciría ser o vivir como cristiano. Y que justificaría el serlo, de manera que sería cristiano precisamente para conseguir esas ventajas. Y tendría que dejar de serlo si se demostrara que “no funciona” porque no reporta los beneficios que cabría esperar de él.

Una pregunta importante, que va a la raíz de la propia identidad cristiana: ¿para qué soy cristiano? ¿Qué espero del cristianismo? ¿Qué me ofrece?

Una primera respuesta rápida:

Cara a esta vida, y en clave materialista, posiblemente ser cristiano sirva de poco.

Nosotros esperamos otra cosa mucho más grande: la felicidad perfecta en la vida eterna.

Ser cristiano, en principio, no nos proporciona más salud, ni más dinero, ni mejor carácter, ni se nos garantiza el éxito profesional o deportivo o familiar…

Obviamente vivir como Dios nos pide –precisamente porque responde a las exigencias de la naturaleza humana– nos hará mucho bien. Pero no radica en esos bienes la razón del ser cristiano.

El asunto del fin último

Quien busca, por encima de todo, como objetivo de su vida, cuestiones que ocurrirán antes de su muerte (ser valorados, triunfar profesionalmente, ganar plata, pasarla bien, disfrutar de bienestar… o cualquier otra cosa del estilo) posiblemente encontrará en el cristianismo un peso; y fácilmente lo considerará como un obstáculo para sus objetivos (porque nos “saca” tiempo, exige ser generosos, honestos, sinceros…).

Pero los cristianos (si hemos entendido bien qué es el cristianismo) no somos cristianos con expectativas solamente terrenales; es decir, para conseguir beneficios materiales o simplemente temporales.

Con San Pablo estamos convencidos que “si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 14,19). Es decir, que seríamos muy tontos si fuéramos cristianos primariamente con la esperanza de ventajas para aquí abajo.

Promesa de vida eterna. 

Las cosas claras de entrada. Cristo no es un Mesías temporal: promete la vida eterna. Esta es la razón que impidió a los fariseos reconocerlo y aceptarlo. A los Apóstoles les costó mucho desprenderse de esta visión temporalista del Reino. En su amor a Jesús se mezclaban las mejores intenciones con ambiciones terrenales imbuidas de egoísmo (¡esas discusiones sobre quién sería el mayor cuando por fin se instaurara el Reino!).

El cristianismo es una gran promesa: pero no una promesa chiquitita sino una promesa divina: de plenitud, de gloria, de unión con Dios, de divinización en la participación de la misma vida divina. Una promesa que trasciende absolutamente esta vida.

Jesús lo repite una y otra vez en el Evangelio: “la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,40); “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54); “Quien cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3,36).

El camino no es fácil: la senda es estrecha, la puerta angosta; hay que llevar la cruz no de vez en cuando, sino cada día. Requiere entrega, es exigente… pero al final nos espera la gloria. Y estamos convencidos de que vale la pena. Bien experimentado lo tenía San Pablo –quien sufrió mucho en su vida–: “considero que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8,18).

El Reino que Jesús predica es el Reino de los cielos. El mismo día de su muerte Jesús tiene que aclararle a Pilato que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18, 36).

Aquí no hay engaño: no son ventajas temporales lo que se nos ofrece.

El cristiano no busca de Dios primariamente bienes temporales, de los que –para empezar–hay que estar desprendidos para seguir a Cristo.

Esto resulta patente cuando los judíos admirados y felices por haber comido gracias al milagro de la multiplicación de los panes lo buscan para hacerlo rey (con un rey así ¡qué vida maravillosa nos podemos dar!), Jesús desaparece y corrige su entusiasmo: “trabajad no por el alimento que perece, sino por el que dura hasta la vida eterna” (Jn 6,27).

El mismo Jesús que cura algunos enfermos, nos dice “no temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Lo corporal no es el principal asunto.

Los bienes temporales no deberían ocupar el primer sitio en nuestras peticiones e intereses. Y cuando los pedimos y buscamos, lo hacemos siempre subordinados a los bienes espirituales y eternos.

La eternidad llena de contenido esta vida

La vida del cristiano aquí en la tierra está tejida de sucesos temporales y eternos. Nuestra vida transcurre en el tiempo, pero lo trasciende: se “mete” en la eternidad.

La esperanza de la vida eterna no pone la mirada en un futuro lejano, sino que impregna la vida cotidiana. No es una huida de los problemas de esta vida, refugiándose en un posible mundo futuro, en el que se encuentra un relativo consuelo. No lleva a despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que nos ocupemos de ellas por un motivo más elevado.

Nos impulsa a la conquista de ese Reino que no es de este mundo, precisamente en las vicisitudes de aquí abajo.

De manera que la vida terrenal necesita la referencia a la eterna. Sin ella se quedaría vacía. Y la vida eterna se consigue con el compromiso en esta vida.

El Card. Ratzinger explicaba a un grupo de universitarios en España: “Si perdemos completamente de vista lo eterno, entonces también lo intramundano pierde su valor, porque se agota en ese breve período en el que vivimos. Por tanto, también desde un punto de vista humano es necesario abrirse a la eternidad y abrirse a Dios. Ahora bien, si a partir de ahí se descuida lo terreno, entonces se ha entendido de forma equivocada a Dios y a la eternidad, porque precisamente la fe en Dios y la fe en la eternidad lleva a reforzar la responsabilidad por lo terreno, porque en cada momento de mi vida yo voy creando eternidad y si descuido ese devenir terreno, ese hacer eternidad en lo temporal, entro en una contradicción conmigo mismo. Me parece que eso es lo que tenemos que aprender: que sin la eternidad no se puede vivir porque el tiempo se queda vacío, pero que sólo si ese saber de la eternidad llega a llenar plenamente este tiempo, entonces eso adquiere sentido” .

Es un ida y vuelta de referencias.

Hemos sido creados para amar, para alcanzar una plenitud a la que se llega por la entrega de sí. Y en nuestra existencia se verifica la paradoja de que quien busca egoístamente su felicidad no la encontrará nunca.


Por: Eduardo María Volpacchio

Fuente: Catholic.net