Eucaristía y silencio
La vida crece
silenciosamente en el oscuro seno de la tierra y en el seno silencioso de la
madre. La primavera es una inmensa explosión, pero una explosión silenciosa.
Dios fue silencioso
durante muchos siglos, y en ese silencio se gestaba la comunicación más
entrañable: el diálogo entre Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¿Qué es el silencio?
Es esa capacidad
interior de saber estar reposado, calmado, controlando y encauzando los
sentidos internos y externos. Es esa capacidad de callar, de escuchar, de
recogerse. Es esa capacidad de cerrar la boca en momentos oportunos, de calmar
las olas interiores, de sentirse dueño de sí mismo y no dominado o esclavo de
sus alborotos.
Uno de los males de la
actualidad es el aburrimiento, que se origina de la incapacidad del hombre de
estar a solas consigo mismo. El hombre de la era atómica y de la imagen no
soporta la soledad y el silencio, y para combatirlos echa mano de un
cigarrillo, una radio, la televisión, y para evadirse del silencio se echa
ciegamente en brazos de la dispersión, la distracción y la diversión.
¿Para qué sirve el
silencio?
Es muy útil para
reponer fuerzas, energías espirituales, calmarse, para encontrarnos con
nosotros mismos, para conocernos mejor, más profundamente.
Es imprescindible para
ser creativos. Todo artista, científico, pensador, necesita desplegar en su
interior un gran silencio para poder generar percepciones, ideas, creaciones.
Los grandes genios del arte y de la literatura fueron hombres que dedicaban
mucho tiempo al silencio. Y de esos momentos de silencio brotaron las grandes
obras. Es lo que llamamos el silencio creador, fecundo, productivo.
El silencio es
condición indispensable para escuchar y encontrarnos con Dios. Jamás le
escucharemos si estamos sumergidos en el oleaje de la palabrería, dispersión,
agitación. El encuentro con Dios se da en el silencio del alma. Así lo dice
santa Teresa de Jesús: “Pues hagamos cuenta que dentro de nosotros está
un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas
–en fin, como para tal Señor-, y que sois vos parte de que aqueste edificio sea
tal, como a la verdad lo es (que es ansí, que no hay edificio y de tanta
hermosura como un alma limpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más
resplandecen las piedras), y que en este palacio está este gran Rey y que ha
tenido por bien ser vuestro Padre y que está en un trono de grandísimo precio,
que es vuestro corazón” (Camino de perfección, 28, 9).
Y san Juan de la Cruz
nos susurra al oído: “El alma que le quiere encontrar ha de salir de
todas las cosas con la afición y la voluntad, y entrar dentro de sí mismo con
sumo recogimiento. Las cosas han de ser para ella como si no existiesen...Dios,
pues, está escondido en el alma y ahí le ha de buscar con amor el buen
contemplativo, diciendo: ¿A dónde te escondiste?” (Cántico espiritual,
1, 6).
¡El valor del silencio!
Las grandes decisiones
en la vida nacieron de momentos de silencio.
Necesitamos del
silencio para una mayor unificación personal. La mucha distracción produce
desintegración y ésta acaba por engendrar desasosiego, tristeza, angustia.
Hay
diversas clases de silencio.
Jesús nos dijo: “cierra
las puertas”. Cerrar las puertas y ventanas de madera es fácil. Pero aquí se
trata de unas ventanas más sutiles, para conseguir ese silencio.
Está, primero, el silencio
exterior, que es más fácil de conseguir: silencio de la lengua, de
puertas, de cosas y de personas. Es fácil. Basta subirse a un cerro, internarse
en un bosque, entrar en una capilla solitaria, y con eso se consigue silencio
exterior.
Pero está, después, el
silencio interior: silencio de la mente, recuerdos, fantasías,
imaginaciones, memoria, preocupaciones, inquietudes, sentimientos, corazón,
afectos. Este silencio interior es más difícil, pero imprescindible para oír a
Dios e intimar con Él.
Los enemigos del silencio
son la dispersión, el desorden, la distracción, la diversión, la palabrería, la
excesiva juerga, risotadas, la velocidad, el frenesí, el ruido.
¿Qué relación hay entre
Eucaristía y silencio?
El mayor milagro se
realiza en el silencio de la Eucaristía. Las más íntimas amistades se fraguan
en el silencio de la Eucaristía. Las más duras batallas se vencen en el
silencio de la Eucaristía, frente al Sagrario. La lectura de la Palabra que se
tiene en la misa debe hacerse en el silencio del alma, si es que queremos oír y
entender. El momento de la Consagración tiene que ser un momento fuerte de
silencio contemplativo y de adoración. Cuando recibimos en la Comunión a Jesús
¡qué silencio deberíamos hacer en el alma para unirnos a Él! Nadie debería romper
ese silencio.
Las decisiones más
importantes se han tomado al pie del silencio, junto a Cristo Eucaristía.
¡Cuántas lágrimas secretas derramamos en el silencio! Juan Pablo II cuando era
Obispo de Cracovia pasaba grandes momentos de silencio en su capillita y allí
escribía sus discursos y documentos. ¡Fecundo silencio del Sagrario!
Así lo narra Juan Pablo
II en su libro “¡Levantaos! ¡Vamos!”: “En la capilla privada no
solamente rezaba, sino que me sentaba allí y escribía...Estoy convencido de que
la capilla es un lugar del que proviene una especial inspiración. Es un enorme
privilegio poder vivir y trabajar al amparo de esta Presencia. Una Presencia
que atrae como un poderoso imán...”.
Preguntemos a María si
el silencio es importante. El silencio de la Virgen no es un silencio de
tartamudez e impotencia, sino de luz y arrobo...Todos hablan en la infancia de
Jesús: los ángeles, los pastores, los magos, los reyes, Simeón, Ana la Profetisa...pero
María permanece en su reposo y sagrado silencio. María ofrece, da, recibe y
lleva a su Hijo en silencio. Tanta fuerza e impresión secreta ejerce el
silencio de Jesús en el espíritu y corazón de la Virgen que la tiene
poderosamente y divinamente ocupada y arrebatada en silencio.
Por: P. Antonio Rivero LC
Fuente: Catholic.net