Eucaristía y soledad
Solemos pensar que la soledad es una situación humana
dolorosa y triste de la que hay que huir a como dé lugar. Sin embargo, el
hombre puede convertirla en una situación fecunda para el alma. Así la soledad
no se convertirá en un oscuro túnel, sino en una oportunidad bella para el
encuentro con Dios.
Hay varios tipos de soledad.
Soledad física, la ausencia total de compañía humana que puede sufrir una persona en
determinadas circunstancias, o la ausencia momentánea o definitiva por haber
muerto determinada persona que nos resultaba muy querida. ¡Cuántas veces Jesús
aquí, en la Eucaristía, sufre esta soledad física, cuando nadie lo visita!
Pienso en aquellas iglesias cerradas, o en las abiertas, donde apenas entra
un vivo.
Ya Jesús en su vida terrena sufrió esta soledad en
Getsemaní y en el Calvario. María también experimentó esta soledad física al
perder a su Hijo en el templo, y después en la Cruz.
¡No dejemos solo a Jesús en la Eucaristía! Que siempre
tengamos la delicadeza con Él de visitarlo durante el día. Él sufre y
experimenta esta soledad y yo puedo hacerle más llevadero ese sentimiento
humano. Podemos llenar esta soledad de Cristo con nuestra compañía íntima.
Existe también la soledad psicológica,
que consiste en sentir o percibir que las personas que nos rodean no están de
acuerdo con nosotros o no nos acompañan con su espíritu. ¡Cuántas veces Jesús
aquí, en la Eucaristía, sufre también esta soledad! Percibe que alguno de
nosotros no está de acuerdo con su mensaje, hace lo contrario de lo que Él
enseña, en su Evangelio. O están sí, pero fríos, inactivos, inconscientes,
distraídos, dispersos. Por lo mismo están en otra cosa.
Ya en su vida terrena Jesús sufrió esta terrible
soledad psicológica. ¡Cuántos de los que lo acompañaban no estaban de acuerdo
con Él y discutían: fariseos, saduceos, jefes! O incluso sus mismos apóstoles
no lo acompañaban en todo. Tenían otros anhelos y ambiciones muy distintas a
los de Jesús.
María también experimentó esta soledad psicológica,
sobre todo en la pasión y muerte de su Hijo. Se daba cuenta de que la mayoría
no había captado como Ella la necesidad de la muerte de Jesús. ¿Dónde están los
curados? ¿Dónde están los frutos de la predicación de mi Hijo? ¡Ni siquiera los
Apóstoles captaron el sentido de la misión de su Hijo! Hagamos más suave esta
soledad de Jesús teniendo en nuestro corazón esos mismos sentimientos.
Está también la soledad espiritual, que
es la que experimenta el alma frente a las propias responsabilidades en las
relaciones con Dios. Es la soledad que uno siente frente a Dios; es la soledad
de quien sabe que sólo él y nadie más que él debe responder un “sí” o un “no”
libres ante Dios.
Aquí en la Eucaristía Jesús sufre también esta
soledad. Solo Él sabe que debe quedarse aquí para siempre. Debe afrontar solo
Él todos los agravios, sacrilegios, profanaciones. Él sabe y sólo Él, quien
debe estar vigilante las veinticuatro horas del día, los treinta días del mes,
los doce meses del año. ¡Él tiene que responder!, nadie puede sustituirlo.
Independientemente que le hagamos caso o no. En su vida terrena Jesús
experimentó esta soledad espiritual. Hasta parecía que su mismo Padre lo dejó
solo. Y María misma sufrió esta soledad.
Aunque es verdad que a veces la situación de soledad
puede dar la impresión de tristeza o sufrimiento, tengamos la seguridad de que
dicha soledad está llena de Dios, si la unimos a la soledad de Cristo.
¿Cómo deberíamos vivir esta soledad?
Con amor y confianza. Dios es nuestra compañía segura;
con serenidad. No tiene que ser soledad angustiosa, turbada, sino serena.
Debemos vivir la soledad también con reflexión. Es un
momento para reflexionar más, rezar más. Nos capacitaría para después salir con
más riqueza y repartirla a los demás.
Recemos: Jesucristo Eucaristía, no queremos dejarte
solo aquí en el Sagrario. Queremos hacer de tu Sagrario, nuestro lugar de
recreación, de gozo profundo, de compañía íntima. Queremos llenar tu soledad
con la música deliciosa y serena de nuestro corazón.
¡Qué pobres serían nuestras vidas sin tu compañía!
Por: P. Antonio Rivero LC