EL TESORO DE LA EUCARISTÍA (VIII)

Eucaristía y pureza

La Eucaristía cuida, alimenta y fortalece la virtud de la pureza.

Así lo demuestran los santos.

Nos dice san Juan Crisóstomo: “El cordero de Dios es inmolado en beneficio nuestro; su Sangre fluye místicamente del altar para purificarnos: brota la Sangre del costado herido del Salvador y recógese en el cáliz”.

San Felipe Neri: “La devoción al Santísimo Sacramento y la devoción a la Santísima Virgen, no son simplemente el mejor camino, sino que de hecho son el único camino para conservar la pureza. A la edad de veinte, nada sino la comunión puede conservar puro el corazón de uno… La castidad no es posible sin la Eucaristía”.
 
Santa María Magdalena de Pazzi: “Oh, si pudiéramos comprender quién es ese Dios a quien recibimos en la Sagrada Comunión, entonces sí, qué pureza de corazón traeríamos ante Él”.

Y el Papa León XIII afirmó: “Cuanto más pura y más casta sea un alma, tanta más hambre tiene de este Pan, del cual saca la fuerza para resistir a toda seducción impura, para unirse más íntimamente a su Divino Esposo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Cuál es la relación entre Eucaristía y pureza? ¿De qué pureza hablamos?

No sólo de la pureza que protege y cuida el sexto y el noveno mandamientos, sino sobre todo de la otra pureza que Cristo pedía en el Sermón de la Montaña: una cualidad que debe acompañar todas las virtudes, a fin de que ellas sean de verdad virtudes y no en cambio «espléndidos vicios». Su contrario más directo no es la impureza, sino la hipocresía.

Según el Evangelio lo que decide la pureza o impureza de una acción –sea ésta la limosna, el ayuno o la oración- es la intención: esto es, si se realiza para ser vistos por los hombres o por agradar a Dios: «Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2-6).

La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de toda la Biblia y el motivo es claro. Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone en el segundo lugar, situando en el primero a las criaturas, al público. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (1S 16, 7): cultivar la apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a Dios.
La pureza es la belleza del alma, donde hospedaremos a Jesús Eucaristía.

La pureza y belleza del alma supera inmensamente la belleza del cuerpo y de todas las cosas materiales. Pero ¡cuántos hombres piensan sólo en la belleza de su cuerpo y se olvidan de su alma! ¡Cuántas horas se pasan en acicalar su cuerpo y se olvidan de su alma! Muchos de ellos, que quizás están llenos de belleza corporal, de juventud, de dinero y de gran prestigio social, los veríamos como monstruos repugnantes por dentro. Por el contrario, otros, que no tienen bella apariencia, que son ancianos, pobres, enfermos o con defectos físicos, los veríamos brillantes y hermosos interiormente.

Hay una novela famosa, titulada “El retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde. En esta novela se presenta la vida de un tal Dorian Gray, que era un joven bellísimo, enamorado de su propia belleza y quiere ser eternamente joven para poder disfrutar de las delicias y placeres de la vida y de la admiración de los demás. Un día le hacen un retrato en la plenitud de su belleza. Y él se pone triste, pensando que irá envejeciendo poco a poco hasta llegar a ser un viejo feo y torpe. Y exclama con la ceguera de su soberbia: “La juventud es lo único que vale. Cuando note que envejezco, me mataré. ¡Oh, si pudiera el retrato envejecer y yo permanecer siempre como soy ahora! ¡Por permanecer siempre joven, yo lo daría todo, hasta mi propia alma!”.

Y el destino le concede este deseo de permanecer siempre con su cuerpo joven y bello, mientras que el retrato va envejeciendo y manifestando el estado de su alma. Y mientras él se dedica a toda clase de placeres e, incluso, se vuelve un asesino, su cuerpo permanece intacto, pero el retrato va envejeciendo expresando la fealdad de su alma. Cada pecado que va cometiendo, va pintándose en su rostro hasta con sangre. El retrato era como un espejo mágico, que expresaba su edad y el estado de su alma.

A tal grado llegó de corrupción que “la putrefacción de un cadáver en una tumba húmeda no era tan horrenda”. Hasta que un día quiso hacer desaparecer la prueba del horroroso estado de su alma putrefacta y quiso liberarse de aquel retrato, que lo acusaba de sus pecados, para así sentirse libre de sus acusaciones. “Cogió un cuchillo y apuñaló el retrato… Cuando lo encontraron muerto, estaba con un cuchillo en el corazón. Estaba ajado y lleno de arrugas y su cara era repugnante”.

La pureza del alma es belleza. San Pablo habla de la pureza virginal como de algo bello y noble (1 Co 7,35). Es bello el matrimonio, cuando hay amor sincero. Es bella la virginidad del soltero, que sabe esperar por amor a Dios hasta el matrimonio. Es bella la castidad en cualquier estado de la vida. La pureza es una obra de arte de Dios en el alma. Y el mundo necesita almas bellas. Por eso, Pablo VI decía: “Este mundo en que vivimos tiene necesidad de belleza para no sumergirse en la desesperación”. Y Dostoievski afirma: “La belleza salvará al mundo”.

San Agustín pregunta: “¿de qué modos seremos bellos? Amando al que es siempre bello. Cuanto más crece en ti el amor, tanto más crecerá tu belleza” (In epist Jo ad parthos tr 10; PL XXXV, IX, 9). El amor verdadero no puede menos de sentirse atraído por la belleza divina, Dios es Belleza. Por eso, amar significa participar en alguna medida de la belleza y pureza de Dios.

Para conservar, cuidar y crecer en esta belleza del alma necesitamos de la Eucaristía, pues Cristo es el modelo de belleza y pureza.

Esta Eucaristía exige la pureza corporal, sí, pues nuestro cuerpo, donde albergaremos a Cristo en la comunión, es templo del Espíritu Santo. Pero exige mucho más la pureza interior, la del corazón, la de la intención.

Será la Eucaristía la que nos dará la fuerza y será remedio para vencer todo tipo de tentaciones de impureza, pues recibiendo el Pan de los ángeles tendremos los músculos del alma resistentes y firmes.

Será la Eucaristía la que irá purificando todo nuestro ser hasta que Cristo piense y ame en nosotros.

Y será la Eucaristía la que nos hará inmortales, como decía san Ignacio de Antioquía. Estas son sus palabras: «No hallo placer en la comida de corrupción ni en los deleites de la presente vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, de la semilla de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible. Reuníos en una sola fe y en Jesucristo. Rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo». 

Por: P. Antonio Rivero LC


Fuente: Catholic.net