Eucaristía unión y solidaridad
¿Cuántos granos
de trigo se esconden detrás de ese pan que traemos para que sea consagrado y
convertido en el Cuerpo de Jesús? ¿Cuántos sudores y fatigas se esconden detrás
de ese pan ya blanco? El que sembró el grano, el que lo regó, lo escardó, lo
limpió, lo segó, lo llevó al molino, lo molió, lo volvió a limpiar, lo preparó,
lo metió en el horno, lo hizo cocer. ¡Cuántas fatigas, cuántas manos solidarias
para hacer posible ese pan que se convertirá en el Cuerpo Sacratísimo de Jesús!
La Eucaristía
invoca la unión solidaria de manos que se unen en su esfuerzo para hacer
posible ese pan.
¿Cuántos
racimos de uvas se esconden detrás de ese poco de vino que acercamos al altar
para que sea consagrado y convertido en la Sangre de Jesús? ¿Cuántos sudores y
fatigas se esconden detrás de esos racimos de uva que producen vino suave,
dulce, oloroso, consistente, espeso? El que injertó la parra, limpió los sarmientos,
vendimió, los pisó en el lagar, esperó pacientemente la fermentación, la
conversión del mosto en vino, con todo lo que esto supuso. ¡Cuántas fatigas,
cuántas manos solidarias, y cuántos pies pisaron esos racimos para hacer
posible ese vino que se convertirá en la Sangre Preciosísima de Cristo en el
Sacramento de la Eucaristía!
Manos juntas,
manos solidarias, manos unidas que hacen posible la realidad del pan y del
vino. Sudores y trabajos, soles tostadores, fríos inclementes. Pero al fin pan
y vino para la mesa del altar, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del
Señor.
¿Qué relación
hay, pues, entre Eucaristía y la unión solidaria?
En la
Eucaristía sucede también lo mismo. Todos venimos a la Eucaristía, a la santa
Misa, y traemos nuestros granos de trigo y nuestros racimos de uva, que son
nuestras ilusiones, fatigas, proyectos, problemas, pruebas, sufrimientos. Y
todo eso lo colocamos, unidos, en la patena que sería como el molino que
tritura y une los granos de trigo de diferentes espigas o como la prensa que
exprime esos racimos de parras distintas. Juntos hacemos la Eucaristía. Sin la
aportación de todos, no se hace el pan y el vino que necesitamos para la
Eucaristía. Como tampoco, sin la unión de esos granos se obtiene ese pan, o sin
la unión de esos racimos se obtiene ese vino.
Por eso la
Eucaristía nos tiene que comprometer a vivir esa unión solidaria entre todos
los hermanos que venimos a la Eucaristía. No trae cada quien su propio pedazo
de pan y sus racimitos para comérselos a solas. Sólo si juntamos los pedazos de
pan y los racimos de los demás hermanos, se hará posible el milagro de la
Eucaristía en nuestra vida.
Esto supondrá
prescindir ya sea de nuestra altanería presumida “he traído el mejor
pedazo de pan y el mejor racimo de uva, ¡que se me reconozca!”. ¡Es
ridícula esa actitud!
Pero también
debemos prescindir de ese pesimismo depresivo: “mi pedazo de pan es el más
pequeño y mi racimo el más minúsculo y raquítico, ¿para qué sirve?”. ¡Ni
aquella ni esta actitud es la que Cristo quiere, cuando venimos a la
Eucaristía!, sino la de unir y compartir lo que uno tiene y es, con
generosidad, con desprendimiento, con alegría.
El niño traerá
a la Eucaristía su inocencia y su mundo de ensueño y de juguetes, sus amigos,
papás y maestros. El adolescente traerá a la Eucaristía sus rebeliones, sus
dudas, sus complejos. El joven traerá a la Eucaristía sus ansias de amar y ser
amado, tal vez su desconcierto, sus luchas en la vida, sus tropiezos, su fe tal
vez rota.
Esa pareja de
casados traerá sus alegrías y tristezas, sus crisis y desajustes propios del
matrimonio. Esos ancianos traerán el otoño de su vida ya agotada, pero también
dorada. Esos enfermos traerán su queja en los labios, pero hecha oración. Esos
ricos, sus deseos sinceros de compartir su riqueza. Esos pobres, su paciencia,
su abandono en la Providencia. Ese obispo, sacerdote, misionero, religiosa, sus
deseos de salvar almas, sus éxitos y fracasos, su anhelo de darse totalmente a
Cristo en el prójimo.
Y todo se hará
uno en la Eucaristía. Todo servirá para dorar ese pan que recibiremos y para
templar ese vino.
Si vinimos con
todo lo que somos y traemos, podemos participar de esa Eucaristía que se está
realizando en cualquier lugar del planeta y saborear nosotros también los
frutos suculentos y espirituales de esa eucaristía. Y al mismo tiempo, haremos
participar de lo nuestro a otros, que se beneficiarán de nuestra entrega y
generosidad en la Eucaristía.
Invitemos a
María a nuestro Banquete. Ella trae también una vez más su mejor pan y su mejor
vino: la disponibilidad de su fe y de su entrega, para que vuelva a realizarse
una vez más, hoy, aquí, el mejor milagro del mundo: la venida de su Hijo Jesús
a los altares, que Ella nos entrega envuelto en unos pañales muy sencillos y
humildes, un poco de pan y unas gotas de vino.
María, ¡gracias
por darnos a tu Hijo de nuevo en cada Misa!
Por: P. Antonio Rivero LC