Un
principio básico para tomar buenas decisiones: la voluntad de Dios
Decidir es elegir y
renunciar; es emprender un camino; es arriesgar. La vida sería muy aburrida si
no tuviésemos que escoger. Ella misma nos confronta con innumerables decisiones
que comprometen una y otra vez nuestra andadura existencial.
Decidir es también una alta prerrogativa humana. La Iglesia Católica enseña que el hombre, “por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero. A esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino” (Concilio Vaticano II, GS14).
Jesús establece un principio básico para tomar buenas decisiones: la voluntad
de Dios. Para el existencialismo ateo, dicha voluntad es una idea opresiva,
restrictiva y alienante. Para el cristianismo, el querer de Dios es ternura
infinita hecha indicación y sugerencia. De hecho, la voluntad de Dios se
expresa de muchas maneras y en diferentes niveles. Aquí esbozo tres.
“Dios quiere que todos los hombres se salven”, escribe san Pablo a Timoteo (1
Tim 2, 4). Ésta es la voluntad de Dios “en general”. Por eso reveló a
la humanidad los diez mandamientos. Son el camino a seguir para salvarse.
Incluso quienes no han recibido de modo explícito esa revelación, poseen como
don natural una conciencia y una “ley interior”, escrita en su corazón, para
distinguir el bien del mal y obrar en consecuencia. Así pueden salvarse.
Un segundo nivel de la voluntad de Dios se halla en los diferentes “estados de
vida” o vocaciones. Unos son llamados al matrimonio –la mayoría–; otros, a una
vida célibe; y otros, a la vida sacerdotal o consagrada. Estos tres caminos se
configuran como formas estables de vida para servir a Dios y a los demás, y así
realizarse plenamente.
También la opción profesional tiene algo que ver aquí. Quizá un modo de
discernir el querer de Dios en este campo es hacerse tres preguntas: ¿Qué me
apasiona hacer? ¿Tengo talento para ello? ¿Qué rendimiento tendrá en términos
de beneficio a la sociedad, sustentabilidad económica, etc.?
Del estado de vida derivan unos deberes que se llaman, precisamente, “deberes
de estado”. Se trata de tareas, responsabilidades y comportamientos que
exige la coherencia con la propia vocación y misión. Quien no acepta y vive con
madurez sus deberes de estado, tarde o temprano experimenta una ineludible
tristeza y frustración interior.
Por último, en un ámbito aún más individual, se encuentra la “voluntad de
beneplácito” de Dios. Cada ser humano es diferente, y Dios lo lleva de la mano
por un camino personal, único e irrepetible. En este nivel no se trata de
escoger entre el bien y el mal –lo que correspondería al nivel general–, sino
de optar entre lo bueno y lo mejor. Discernir qué es lo que más agrada a Dios
en cada momento y circunstancia presupone un alma fina y equilibrada, que sabe
moverse con soltura por andamios elevados. Dos criterios de discernimiento en
este nivel son el preferir todo aquello que procure más paz y sosiego interior
y todo aquello que sea de mayor beneficio para los demás, sin importar el
propio gusto o preferencia.
Dios no quiere esclavos sino hijos en libertad. Sólo que, para serlo, hace
falta sacudirse el capricho momentáneo, la ambigüedad y la incoherencia. La
libertad es como el dinero: vale tanto cuanto se invierte en algo. Mientras el
dinero es sólo dinero, no vale nada. Así la libertad: mientras sólo es
libertad, tampoco vale nada. Ella vale en la medida en que se compromete en una
opción de vida. Y cuando esa opción es obedecer a Dios, entonces da su mejor
rendimiento: da felicidad.
Por: Alejandro Ortega Trillo