Aprendamos
de ellos y no permitamos que pierdan su esencia por falta de atención, amor,
educación o disciplina de parte de nosotros los adultos responsables de ellos
En aquel momento los
discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más grande en
el Reino de los Cielos?” Jesús llamó a un niñito, lo colocó en medio de los
discípulos, y declaró: “En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser
como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño
como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos”. Mateo 18, 1-4
Mucho se dice que “los
niños son crueles”, y en la vida práctica suele en ocasiones ser verdad. Pero
esto sólo ocurre cuando, de manera colectiva, los niños son incitados por
alguien más, o cuando la falta de atención, amor y educación por parte de los
padres los impulsa a cometer actos irresponsables, de poca conciencia, o de
carácter irrespetuoso.
Sin embargo, en
general, y cuando los niños reciben el cuidado que merecen, ellos son
completamente capaces de crecer saludables y madurar en personas de bien,
exitosas y llenas de cualidades y dones. La responsabilidad de llevarlos por
ese camino es principalmente de los padres o de quienes estén a cargo de ellos,
así como de las instituciones educativas y de la iglesia, en menor grado.
Un niño sabe reír de
manera natural, ante situaciones simples, graciosas o placenteras. Un niño
disfruta de pequeñas cosas como correr, jugar, cantar, ver a sus amigos, leer
un cuento, comer un dulce, recibir un regalo, encontrar algo parecido a un
juguete, columpiarse, bañarse en el mar, ver el sol, oler las flores, acariciar
una mascota, etcétera.
Un niño aprende rápido,
porque está ávido de todo lo que lo rodea y ansioso por saber. No cree que lo
sabe todo ni se preocupa por su propio ego. Un niño no hace preguntas
complicadas, sino que de manera natural quiere saberlo todo y, con inocencia,
hace las preguntas más básicas de la existencia. Todo lo cree, y no necesita
explicaciones complejas para quedar satisfecho.
Un niño, cuando es
lastimado, perdona rápidamente. Y olvida. No pierde el tiempo en resentimiento,
sino que deja de llorar fácilmente y vuelve a sus juegos en unas horas. Un niño
se adapta fácilmente al cambio, por más extremo que éste sea; se adapta a las
circunstancias con pocas quejas y tiene la capacidad de ser feliz en ellas.
Un niño ríe mucho más
de lo que llora y disfruta más de lo que se queja. Un niño tiene una magia en
la voz, un brillo en la mirada, y su apariencia se renueva cada día. Un niño
busca de manera incansable, y se maravilla con cada descubrimiento. Quiere
siempre experimentar y su curiosidad está tan viva como su energía. El niño se
cansa sólo cuando su cuerpo físico se agota, pero su espíritu nunca. Se levanta
muy temprano y busca la diversión, no se apaga fácilmente.
Los adultos solemos
quejarnos, estar insatisfechos, tener amargura, guardar resentimiento, sonreír
poco y estresarnos mucho, jugar poco y trabajar demasiado, sentirnos agotados,
dejar de sorprendernos, abandonar los intentos y desanimarnos con facilidad
ante las nuevas circunstancias.
Es por eso que Jesús
afirmó que debemos volvernos como niños para entrar en el Reino de los Cielos.
Cambiar nuestro corazón a uno sencillo, dispuesto a amar, fácil para perdonar,
ávido de aprender y no soberbio, propenso a disfrutar de todo lo que Dios ha
creado, agradecido con lo que tiene, en pocas palabras: listo para ser feliz y
buscar la felicidad de otros.
Aprendamos de ellos y
no permitamos que pierdan su esencia por falta de atención, amor, educación o
disciplina de parte de nosotros los adultos responsables de ellos.
Por: Maleni Grider