Sin
convicciones se camina mal, se engaña, se busca el propio beneficio
Se piensa que
hay pocas personas poseedoras de convicciones. Si miramos en nuestro entorno,
inmediato o lejano –hay asuntos distantes que nos rodean e influyen por aquello
de la globalización-, podemos observar gentes sin convicciones o con una sola
de ellas: no perder el puesto en la política, la empresa, el sindicato, incluso
el club deportivo y hasta en la Iglesia.
¿De quién decimos, pues, que posee convicciones? Suele ser aquel que cumple una palabra dada, aunque le cueste su puesto, el que tiene valores no renunciables jamás, quien es capaz de amar la verdad aunque le acarree la muerte.
¿De quién decimos, pues, que posee convicciones? Suele ser aquel que cumple una palabra dada, aunque le cueste su puesto, el que tiene valores no renunciables jamás, quien es capaz de amar la verdad aunque le acarree la muerte.
Hay más de los que parece. ¿No era Madre Teresa de Calcuta una mujer con convicciones profundas e inalienables? ¿No lo fueron los padres de esta vieja Europa que se nos resquebraja por falta de convencimientos? Schumann, De Gásperi, Adenauer ¿querían algo de Europa porque eran fieles a sus raíces? Juan Pablo II y Benedicto XVI ¿no obraron por convicción? Los miles de mártires del siglo XX y los que son asesinados en este siglo por odio a la fe ¿no murieron por el ideal de ser coherentes con sus creencias hasta el final? En polos opuestos, seguramente encontramos personas que lucharon seriamente por defender un modo de pensar, un estilo de vida, aunque me pareciera errado.
Hace unos años,
un amigo filósofo y teólogo escribió el ensayo titulado “Comunicar nuestras
convicciones”, que se equilibraba entre dos posturas que puedo casi recordar en
sus líneas maestras: No podemos sacrificar la verdad sobre el altar de la
libertad, ni tampoco hemos de sacrificar la libertad en el altar de la verdad.
Parece casi un imposible. Pero es posible si nace del diálogo, de la escucha
atenta, amorosa -diría- de posiciones opuestas, surge del respeto grande que
merece la persona, cualquier persona, de la humildad forjada en la idea de que
siempre podemos aprender de los demás, en la oferta sin imposiciones de lo que
se posee. No es necesario abrazarse al relativismo, que no admite verdad, para
obrar con convencimiento.
“Entre la
tierra y el cielo” es un libro que recoge diálogos del Papa
Francisco, en su época de Arzobispo de Buenos Aires, y el Rabino Skorka.
Ninguno de ellos renuncia a su fe, ninguno falta al respecto del otro, en
muchas ocasiones se complementan, en otras, los dos expresan con sosiego el
propio punto de vista, diverso, pero con la calidad de una convicción serena y
a la que no se renuncia. ¿Cuál es la clave? Son dos hombres conscientes y
creyentes, lo que desde mi punto de vista acrecienta las seguridades de cada
uno sin el menor asomo de desprecio por la posición del otro.
Pero es muy
posible que una tal actitud tenga más claves. Volviendo a la idea de Rodríguez
Luño, han existido momentos en que uno de los dos altares ha prevalecido
sobre el otro. Unas veces triunfó la verdad y, en otros momentos, la libertad.
Y aquí podríamos volver sobre la escéptica y hasta cínica frase de Pilatos en
el proceso a Jesús: ¿y qué es la verdad?, pregunta sin esperar respuesta, ante
la afirmación de Jesús: todo el que es de la verdad escucha mi voz. De tal modo
se sacrifica la verdad que morirá en una cruz el que se atreve a afirmar que él
es la verdad. Por otro lado, no siempre está claro el concepto de verdad que
tenemos los que pensamos que el hombre puede lograrla.
Mas ¿qué sucede con la libertad muerta por amor de la verdad? Son dos realidades humanas tan inseparables que sólo pueden salvarse cuando ambas son respetadas. Pero no esperemos aceptación de quienes carecen de convicciones, porque verdad y libertad serán lo que convenga al que detenta el poder de cualquier tipo que sea. Sin convicciones se camina mal, se engaña, se busca el propio beneficio. Ese poder se dobla hacia lo aparentemente más práctico en cada momento. ¿No rectificó a Cristo un gobernante de nuestro país afirmando que no era la verdad quien nos hacía libres, sino la libertad quien nos hacía verdaderos? Eso es la ortodoxia de la praxis marxista, lo que interesa en el momento. Pero si la interpretación de las palabras de Jesús es que una verdad impuesta nos hace libres, es otro error, según me parece.
Pienso que
necesitamos volver a las virtudes humanas que forjan y sustentan las
convicciones: necesitamos razonar, utilizar el intelecto para pensar haciendo
crecer el acervo cultural y no para buscar el dardo más afilado que dé en el
centro de la diana contraria, precisamos dar más valor a la palabra dada. Que
en paz descanse el “viejo profesor” que afirmó que los programas electorales
eran para no cumplirlos. Hemos de urgir a que se extienda la lealtad casi
desaparecida en tantos ámbitos. No más mentiras, no más corrupciones
económicas, jurídicas o ideológicas.
Por: Pablo Cabellos LLorentes