La pregunta decisiva
frente a nosotros no es "¿Cómo voy a prepararme para la muerte?" sino
"¿Cómo voy a prepararme para la vida eterna?"
Tras haber pasado casi toda mi infancia y
la mayor parte de mi vida adulta en ciudades violentas y barrios conflictivos,
yo siempre suponía que en algún momento sería atracado. Siempre suponía que me
iban a pillar desprevenido y robarme. Y aun así, cuando me roban, me sigue
cogiendo por sorpresa.
He estado pensando en sorpresas
desagradables porque recientemente enterré a unos seres queridos que habían
muerto inesperadamente. Dos veces en los últimos meses descolgué el teléfono
para escuchar: “Sentimos mucho decirle que…”.
En ambos casos, era como cuando te
atracan: una
pérdida repentina e impactante que me repito no debería haberme pillado por
sorpresa. Dolor,
remordimiento y confusión me invaden presurosos, aunque no parece haber lugar
donde alojarlos. ¿Cómo podría responder un cristiano ante estas situaciones?
Según escribía monseñor Lorenzo
Albacete: “La respuesta más cruel ante el sufrimiento es el intento
de justificarlo, decirle al que sufre: ‘Esto sucede por esta razón. Lamento que
no puedas ver la respuesta, pero para mí está claro’”. Debemos resistir la
tentación de envolver el dolor y la fealdad de la vida y la muerte en un
envoltorio suave y brillante, de limar los bordes afilados y esconder las
manchas de sangre.
De la misma forma debemos resistir la
tentación de ofrecer “remedios” prácticos. Los cristianos no deben contribuir a
la letanía bienintencionada de bálsamos del tipo “5 cosas que hacer cuando
estás triste” o “Ayuda feliz para dolientes desesperados”.
Sí, debemos entender la muerte de los
seres queridos como un recordatorio de las incertidumbres de la vida; tenemos
que rezar diariamente por que podamos recibir los sacramentos antes de morir;
deberíamos recordar que no llevaremos con nosotros ninguna posesión terrenal al
más allá. Pero incluso con todo esto, no es suficiente.
Cuando observamos la violencia a nuestro
alrededor y la enfermedad en torno al hecho de enfrentar la muerte, y nos
preguntamos “¿cuándo llegará mi turno?”, deberíamos recordar que nosotros que
vivimos a través del tiempo debemos pasar por la muerte para adentrarnos en la
eternidad.
La pregunta decisiva ante nosotros no es
“¿cómo debo prepararme para la muerte?”, sino “¿cómo debo prepararme para la eternidad?”. Con el pecado malogramos nuestra
eternidad; con Su muerte y resurrección, Jesús nos la devolvió. Por ello, la
mejor forma de prepararnos para la vida eterna con Dios es morir y resucitar
con Jesús en el Sagrado Sacrificio de la Misa.
Nuestro buen Padre Celestial bendice todo
lo que se Le ofrece en sacrificio digno, sobre todo Su unigénito Hijo. En otras
palabras, aquellos que deseen vivir para siempre con Dios deben vivir esta vida
desde y para la Eucaristía, desde y para el Sagrado Sacrificio de la Misa, y
con urgente caridad debemos invitar a otros a imitarnos.
Cuando invitamos a otros al Sagrado
Sacrificio de la Misa y al camino de muerte y vida que exige, no les invitamos
a una simple celebración, aunque sea noble, o una mera comida, aunque sea
festiva, ni a una sencilla hermandad, aunque sea deleitosa.
Les estamos invitando, de hecho, a una
forma de muerte, de resurrección y de vida que extinguirá lo indigno dentro de
ellos y habrá elevado a una vida divina lo que quiera que reste en su interior
que pueda ser transformado en Cristo. Llamamos a nuestro prójimo a la salvación
y a una mayor gloria de Dios no a través de consignas cómodas ni con el rubor
del entusiasmo fácil, sino por el camino de la cruz, por la fidelidad hasta la
muerte, y hacia la victoria inesperada, aunque ya profetizada y cumplida: la
resurrección.
Así que yo (como muchos de vosotros,
quizás) he sido “atracado” recientemente por una muerte inesperada. La visión
de las tumbas recién cavadas aún sigue fresca en mi retina. Todavía no se han
secado todas las lágrimas. Asumiendo que mañana nos despertemos, tendremos que
afrontar otro día más y, preparados o no, dar un paso más hacia la eternidad.
A no ser que nuestro Señor Bendito
regrese en gloria antes de entonces, algún día alguien se alejará de mi recién
estrenada tumba. Entre ahora y entonces, yo caminaré del cementerio al altar y
luego a mis deberes diarios. La sabiduría de los santos nos dice que esta es la
mejor forma de prepararse para la muerte y para la vida eterna.
Mientras tanto confío en que, como yo,
encontréis alivio en las palabras de oración que escribió el beato Rupert Mayer,
S.J.:
Señor, como Tú lo quieras, así ocurrirá.
Y como Tú lo quieras, así también lo desearé yo;
Ayúdame a entender de verdad Tu voluntad.
Señor, lo que Tú quieras, eso es lo que escogeré,
Y lo que Tú quieras, esa es mi ganancia;
Me basta y me es suficiente saber que soy todo tuyo.
Y como Tú lo quieras, así también lo desearé yo;
Ayúdame a entender de verdad Tu voluntad.
Señor, lo que Tú quieras, eso es lo que escogeré,
Y lo que Tú quieras, esa es mi ganancia;
Me basta y me es suficiente saber que soy todo tuyo.
Señor, porque Tú lo quieres, por eso mismo eso es bueno;
Y porque Tú lo quieres, por eso tengo ánimos.
Mi corazón descansa en Tus manos.
Señor, cuando Tú lo quieras, ese será el momento adecuado;
Y cuando Tú lo quieres, yo estoy dispuesto.
Hoy y en toda la eternidad.
Y porque Tú lo quieres, por eso tengo ánimos.
Mi corazón descansa en Tus manos.
Señor, cuando Tú lo quieras, ese será el momento adecuado;
Y cuando Tú lo quieres, yo estoy dispuesto.
Hoy y en toda la eternidad.
Cuando escriba otra vez, ofreceré una
meditación sobre la esperanza y la desesperación. Hasta entonces, recemos los
unos por los otros.
Fuente:
Aleteia