El
sacrificio de la Misa, que perpetúa en sustancia el de la Cruz, es de un valor
infinito para aplicarnos los méritos y las satisfacciones de la Pasión del
Salvador
El sacrificio de la Misa
considerado en sí mismo tiene un valor infinito. La razón estriba en que, en
sustancia, el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz, el cual
tiene un valor infinito a causa de la dignidad de la Víctima ofrecida y del
Sacerdote que la ha ofrecido, pues es el Verbo hecho hombre quien, en la Cruz,
era al mismo tiempo Sacerdote y Víctima.
Es Él quien permanece en la
Misa como Sacerdote principal y Víctima realmente presente, realmente ofrecida
sacramentalmente inmolada. Mientras que los efectos de la Misa inmediatamente
relativos a Dios, como la adoración reparadora y la acción de gracias, se
producen siempre infaliblemente en su plenitud infinita, incluso sin nuestro
concurso, sus efectos relativos a nosotros sólo se extienden en la medida de
nuestras disposiciones interiores.
En cada Misa se ofrecen
infaliblemente a Dios una adoración, una reparación y una acción de gracias de
valor sin límites, y ello en razón de la Víctima ofrecida y del
Sacerdote principal, independientemente de las oraciones de la Iglesia
universal y del fervor del celebrante.
Es imposible adorar a Dios,
reconocer mejor su soberano dominio sobre todas las cosas, sobre todas las
almas, que por la inmolación sacramental del Salvador muerto por nosotros en la
Cruz.
Tal adoración la expresa el
Gloria: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad. Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos. Esta
adoración la expresa de nuevo el Sanctus y aún más la doble Consagración. Es la
más perfecta realización del precepto: Adorarás al Señor tu Dios y al Él sólo
servirás. Sólo la infinita grandeza de Dios merece el culto de latría. En la
Misa se le ofrece una adoración en espíritu y en verdad de valor sin medida.
En el momento de la
Consagración, en la paz del santuario, hay como un gran impulso de adoración
que sube hacia Dios. Su preludio es el Gloria y el Sanctus, cuya belleza queda
subrayada algunos días por el canto gregoriano, el más excelso, el más simple y
el más puro de todos los cantos religiosos; pero cuando llega el momento de la
doble Consagración, todos se callan: el silencio expresa a su manera lo que el
canto ya no puede decir. Que el silencio de la Consagración sea nuestro reposo
y nuestra fortaleza.
Esa adoración, que sube
hacia Dios en todas las Misas cotidianas, recae, de alguna manera, como fecundo
rocío, sobre nuestra pobre tierra para fertilizarla espiritualmente.
Igualmente, es imposible
ofrecer a Dios una reparación más perfecta por las faltas que se cometen
diariamente, como dice el Concilio de Trento. No se trata de una nueva
reparación, distinta de la de la Cruz: Cristo no muere ni sufre más, pero,
según el mismo Concilio, el Sacrificio del altar, siendo substancialmente el
mismo que el del Calvario, agrada a Dios más que lo que le desagradan todos los
pecados juntos. El imprescriptible derecho de Dios, Soberano Bien, a ser amado
por encima de todo no se podría reconocer mejor por la oblación [ofrecimiento]
del Cordero [Jesucristo] que quita los pecados del mundo.(Dz 940 y 950, S.
Tomás, de Aquino, Suma Teológica III, 48 2).
A menudo nos olvidamos de
agradecer a Dios sus gracias, como los leprosos curados por Jesús; de diez,
sólo uno se lo agradeció. Conviene ofrecer con frecuencia Misas de acción de
gracias. Por cada Misa celebrada, por la oblación y la inmolación sacramental
del Salvador en el altar, Dios obtiene infaliblemente una adoración infinita,
una reparación y una acción de gracias sin límite.
No olvidemos que el más
alto fin del Santo Sacrificio es la Gloria de Dios. Sin embargo hay otros
efectos que son relativos a nosotros. La Misa puede obtenernos todas las
gracias necesarias para la salvación. Cristo, que siempre está vivo, no deja de
interceder por nosotros, (Hebreos 7,25).
¿Cuáles son los efectos que
la Misa puede producir en nosotros?
Aunque el sacrificio de la
Misa tenga en sí un valor infinito, en razón de la dignidad de la Víctima
ofrecida y del Sacerdote principal, los efectos que produce en nosotros son
siempre finitos a causa de los límites mismos de la criatura y de los límites
mismos de nuestra disposición interior.
Gran número de teólogos,
inspirándose en los textos de Santo Tomás, dicen: El efecto de cada Misa no
está limitado por la voluntad de Cristo, sino tan sólo por la devoción de
aquellos por los que se ofrece. Una sola Misa ofrecida por cien
personas, puede serle provechosa a cada una, del mismo modo que si hubiese sido
dicha sólo por una.
La razón estriba en que la
influencia de una causa universal sólo está limitada por la capacidad de los
sujetos que la reciben. Así, el sol ilumina y calienta en un solo lugar tanto a
mil personas como a una sola. La influencia de la Santa Misa en nosotros no
está pues, limitada más que por la disposición y el fervor de quienes las
reciben.
El sacrificio de la Misa,
que perpetúa en sustancia el de la Cruz, es de un valor infinito para
aplicarnos los méritos y las satisfacciones de la Pasión del Salvador.
Es esto lo que explica la
práctica de la Iglesia, que ofrece Misas por la salvación del mundo entero, por
todos los fieles vivos y difuntos, por el Soberano Pontífice, los jefes de
Estado, los obispos, sin limitar sus intenciones. Actuando así, la Iglesia no
piensa en modo alguno que la Misa sea menos provechosa para aquél por quien se
aplica especialmente.
En la Misa Cristo sigue
ofreciéndose por acto teándrico [acto divino-humano], de valor infinito para
aplicarnos los frutos de su Pasión. El límite no proviene de Él, sino sólo de
nosotros, de nuestras disposiciones y de nuestro fervor. Como dice Santo Tomás
de Aquino, igual que uno recibe más el calor de un hogar si se aproxima a él,
así nosotros nos beneficiamos tanto más de los frutos de una Misa a la que
asistimos con más espíritu de fe, de confianza en Dios, de amor y de piedad.
La Misa facilita nuestra
conversión
En tanto que nos obtiene la
gracia del arrepentimiento, nos facilita el perdón de los pecados; no se dicen
en vano estas palabras antes de la Comunión: Cordero de Dios que quitas los
pecados del mundo, ten misericordia de nosotros. ¡Cuántos pecadores, asistiendo
a Misa, han encontrado allí la gracia del arrepentimiento y la inspiración de
hacer una buena confesión de toda su vida!
Por razón de que la Misa
facilita el arrepentimiento, se sigue que puede ser ofrecida por pecadores
incluso endurecidos e impenitentes a los que no se podría dar la Comunión. El
santo Sacrificio puede obtenerles suficientes gracias de luz y de conversión.
Incluso puede ser ofrecido, como el de la Cruz, por todos los hombres vivos,
incluso por los infieles, los cismáticos, los herejes, siempre y cuando no se
ofrezca por ellos como si fuesen miembros de la Iglesia. Con esta idea, el
Padre Charles de Foucauld, eremita del Sahara [África], celebraba a menudo la
Misa por los musulmanes a fin de preparar sus almas para recibir más tarde la
predicación del Evangelio.
La Misa neutraliza al
demonio
El espíritu del mal nada
teme tanto como una Misa, sobre todo cuando es celebrada con gran fervor
y cuando muchos se unen a ella con espíritu de fe. Cuando el enemigo del bien
choca con un obstáculo insuperable, es que en una iglesia, un sacerdote
consciente de su propia debilidad y de su pobreza, ha ofrecido la omnipotente
Hostia y la Sangre redentora. Hay que recordar el caso de santos que,
asistiendo a Misa, en el momento de la elevación del cáliz, han visto
desbordarse la preciosa Sangre y deslizarse por los brazos del sacerdote, y los
ángeles venir a recogerla en copas de oro para llevarla a aquellos que tienen
mayor necesidad de participar en el misterio de la Redención.
La Misa disminuye nuestro
purgatorio
El sacrificio de la Misa no
sólo perdona nuestros pecados, sino la pena debida a nuestros pecados
perdonados, ya se trate de vivos o muertos por quienes se ofrece el sacrificio. Este
efecto es infalible; sin embargo, la pena no siempre es perdonada en su
totalidad, sino según la disposición de la Providencia y el grado de nuestro
fervor. Así se verifican las palabras: Cordero de Dios, que quitas los pecados
del mundo, danos la paz.
De aquí no se sigue que los
difuntos que han dejado mucho dinero para que se digan numerosas Misas por su
intención, sean librados más rápidamente del purgatorio que los pobres que no
han podido dejar nada o casi nada; pues esos pobres, teniendo quizá menos
deudas con la Justicia divina, puede ser que hayan sido mejores cristianos y
participen más del fruto de las Misas dichas por todos los difuntos y del fruto
general de cada Misa.
Finalmente, el sacrificio
de la Misa nos obtiene los bienes espirituales y temporales necesarios o útiles
para nuestra salvación. Así, conviene, como lo recomendó el Papa Benedicto XV,
celebrar Misas para obtener la gracia de una buena muerte, que es la gracia de
las gracias, de la que depende nuestra salvación eterna.
Conviene que al asistir a
Misa, nos unamos, con gran espíritu de fe, de confianza y de amor, al acto
interior de oblación que perdura siempre en el Corazón de Cristo. Mientras más nos
unamos así a Nuestro Señor en el momento de la Consagración, la esencia del
sacrificio de la Misa, mejor será nuestra Comunión, que es una perfecta
participación en ese sacrificio.
Ofrezcamos igualmente las
contrariedades cotidianas; será la mejor manera de llevar nuestra cruz, tal
como el Señor lo ha pedido. ¡Quiera Dios que tengamos el pensamiento y la
fortaleza de renovar esta oblación en el momento de nuestra muerte, de unirnos
entonces, por medio de un gran amor, a las Misas que se celebrarán, al sacrificio
de Cristo perpetuado en el altar! ¡Podríamos hacer así, del sacrificio de
nuestra vida, una oblación de adoración reparadora, de súplica y de acción de
gracias, que sea verdaderamente el preludio de la vida eterna!
Los fieles que poco a poco,
dejan de asistir a Misa pierden progresivamente el sentido cristiano, el
sentido de las cosas superiores y de la eternidad. Hay que encomendar las
parroquias y las comunidades donde no se celebra Misa sino de tarde en tarde a
aquellos santos del cielo que recibieron el carácter sacerdotal, en particular
al alma del Santo Cura de Ars, para que desde arriba, vele sobre los rebaños
sin pastor, para que interceda y obtenga a los agonizantes que no son asistidos
la gracia de la buena muerte.
Hay que pensar en ello a
menudo al asistir al santo Sacrificio, y puesto que cada Misa tiene un valor
infinito, hay que pedir que ésa a la que asistimos resplandezca allí donde ya
no se celebra, donde poco a poco se pierde la costumbre de asistir a ella.
Pidamos a Nuestro Señor que
haga germinar vocaciones sacerdotales en esos medios; pidámosle sacerdotes,
santos sacerdotes, cada día más conscientes de la grandeza del sacerdocio de
Cristo, para que sean sus celosos ministros que solo vivan para la salvación de
las almas. En los periodos turbulentos la Providencia envía innumerables
santos; por eso es necesario pedir al Señor que envíe al mundo santos que
tengan la fe y la confianza de los Apóstoles.