SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS: "HISTORIA DE UN ALMA" (CAPÍTULO VI EL VIAJE A ROMA 1887)

Nápoles, Asís, regreso a Francia (I)

Al día siguiente de la memorable jornada, tuvimos que salir de madrugada para Nápoles y Pompeya. El Vesubio, en nuestro honor, no dejó de meter ruido en todo el día, dejando escapar entre sus cañonazos una espesa columna de humo. 

Las huellas que ha dejado en las ruinas de Pompeya son horribles y muestran el poder de Dios, que «mira a la tierra y la hace temblar, toca los montes y humean...» 

Me hubiera gustado pasearme sola por entre las ruinas y meditar en la fragilidad de las realidades humanas, pero la cantidad de viajeros quitaba a la ciudad destruida buena parte de su melancólico encanto... En Nápoles fue todo lo contrario. 

La gran cantidad de coches de dos caballos hizo que resultara espléndido nuestro paseo al monasterio de San Martín, situado en la cima de una alta colina que dominaba toda la ciudad. Lamentablemente, los caballos que nos conducían se desbocaban a cada paso, y más de una vez creí llagada mi última hora. Por más que el cochero repetía continuamente la palabra mágica de los conductores italianos: «Appipó, appipó...», los pobres caballos estaban empeñados en volcar el coche. Por fin, gracias a la protección de nuestros ángeles de la guarda, llegamos a nuestro magnífico hotel. A lo largo de todo nuestro viaje nos alojamos en hoteles principescos. Nunca antes me había visto rodeada de tanto lujo. 

Y aquí sí que cabe decir que la riqueza no hace la felicidad, pues yo me habría sentido mucho más feliz bajo un techo de paja con la esperanza del Carmelo, que entre artesonados de oro, escaleras de mármol blanco y tapices de seda, con amargura en el corazón... Comprendí bien que la alegría no se halla en las cosas que nos rodean, sino en lo más íntimo de nuestra alma; se la puede poseer lo mismo en una prisión que en un palacio. La prueba está en que yo soy más feliz en el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, rodeada de las comodidades de la vida y sobre todo de la ternura del hogar paterno... 

Llevaba el alma sumida en la tristeza. Sin embargo, exteriormente era la misma, pues creía que nadie conocía la petición que había hecho al Santo Padre. Pronto me convencí de lo contrario. Habiéndome quedado sola con Celina en el vagón (los demás peregrinos habían bajado a la cantina de la estación, aprovechando unos pocos minutos de parada), vi que el Sr. Legoux, Vicario General de Coutances, abría la puerta y mirándome me decía sonriendo: «¿Cómo está nuestra pequeña carmelita...?» Entonces comprendí que toda la peregrinación conocía mi secreto. Gracias a Dios, nadie me habló sobre ello, pero, por la simpatía con que me miraban, me di cuenta de que mi petición no les había producido mala impresión, sino todo lo contrario... 

En la pequeña ciudad de Asís tuve ocasión de subir al coche del Sr. Révérony, un honor que no le fue concedido a ninguna dama durante todo el viaje. Te cuento cómo conseguí ese privilegio. Después de visitar los lugares impregnados por el aroma de las virtudes de san Francisco y santa Clara, terminamos en el monasterio de Santa Inés, hermana de santa Clara. Yo había estado contemplando a mis anchas la cabeza de la santa y cuando me retiraba, una de las últimas, me di cuenta de que había perdido el cinturón. Lo busqué en medio de la muchedumbre. Un sacerdote se compadeció de mí y me ayudó; pero después de habérmelo encontrado, le vi alejarse, y yo me quedé sola buscando, pues aunque tenía el cinturón no me lo podía poner, pues faltaba la hebilla... 

Por fin, la vi brillar en un rincón. Cogerla y ajustarla al cinturón no me llevó mucho tiempo, pero todo el trabajo anterior sí que me lo había llevado. Así que me quedé de una pieza al ver que estaba sola al salir de la iglesia. Todos los coches, y eran muchos, habían desaparecido, excepto el del Sr. Révérony. ¿Qué decisión tomar? ¿Echarme a correr detrás de los coches, que ya no se veían, exponiéndome a perder el tren, con la consiguiente preocupación de mi querido papá, o bien pedir un sitio en la calesa del Sr. Révérony...? 

Me decidí por esta última solución. Con la mayor amabilidad y lo menos apurada que pude, a pesar de mi apuro, le expuse mi crítica situación y lo puse a él mismo en un apuro, pues su coche iba lleno de los más distinguidos caballeros de la peregrinación. Imposible encontrar una plaza libre. Pero un caballero muy galante se apresuró a bajar, me hizo ocupar su asiento, y se puso él modestamente al lado del cochero. Parecía una ardilla atrapada en un cepo, y estaba muy lejos de encontrarme a gusto, rodeada de todos aquellos personajes ilustres, y sobre todo del más temible de todos ellos, frente al cual iba sentada... 

Sin embargo, estuvo muy amable conmigo, interrumpiendo de vez en cuando su conversación con los caballeros para hablarme del Carmelo. Antes de llegar a la estación, todos aquellos grandes personajes sacaron sus grandes monederos para dar una propina al cochero (que ya estaba pagado). Yo hice lo mismo, y saqué mi diminuto monedero, pero el Sr. Révérony no me permitió sacar mis preciosas moneditas y prefirió dar él una grande de las suyas por los dos. En otra ocasión volví a encontrarme a su lado en el ómnibus. 

Estuvo más amable todavía, y me prometió hacer todo lo que pudiera para que entrase en el Carmelo... Aunque estos breves encuentros pusieron un poco de bálsamo en mis llagas, no pudieron evitar que el regreso fuese mucho menos placentero que la ida, pues ya no tenía la esperanza «del Santo Padre». No encontraba ayuda alguna en la tierra, que me parecía un desierto agostado y sin agua. Sólo en Dios tenía puesta toda mi esperanza... Acababa de conocer por experiencia que vale más recurrir a él que a sus santos... La tristeza de mi alma no fue obstáculo para que pusiese un gran interés en los santos lugares que visitábamos. 

Fuente: Catholic.net