Nápoles, Asís, regreso a Francia (I)
Al día siguiente de la
memorable jornada, tuvimos que salir de madrugada para Nápoles y Pompeya. El
Vesubio, en nuestro honor, no dejó de meter ruido en todo el día, dejando
escapar entre sus cañonazos una espesa columna de humo.
Las huellas que ha
dejado en las ruinas de Pompeya son horribles y muestran el poder de Dios, que
«mira a la tierra y la hace temblar, toca los montes y humean...»
La
gran cantidad de coches de dos caballos hizo que resultara espléndido nuestro
paseo al monasterio de San Martín, situado en la cima de una alta colina
que dominaba toda la ciudad. Lamentablemente, los caballos que nos conducían se
desbocaban a cada paso, y más de una vez creí llagada mi última hora. Por más
que el cochero repetía continuamente la palabra mágica de los conductores
italianos: «Appipó, appipó...», los pobres caballos estaban empeñados en volcar
el coche. Por fin, gracias a la protección de nuestros ángeles de la guarda,
llegamos a nuestro magnífico hotel. A lo largo de todo nuestro viaje nos
alojamos en hoteles principescos. Nunca antes me había visto rodeada de tanto
lujo.
Y aquí sí que cabe decir que la riqueza no hace la felicidad, pues yo me
habría sentido mucho más feliz bajo un techo de paja con la esperanza del
Carmelo, que entre artesonados de oro, escaleras de mármol blanco y tapices de
seda, con amargura en el corazón... Comprendí bien que la alegría no se halla
en las cosas que nos rodean, sino en lo más íntimo de nuestra alma; se la puede
poseer lo mismo en una prisión que en un palacio. La prueba está en que yo soy
más feliz en el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y
exteriores, que entonces en el mundo, rodeada de las comodidades de la vida y
sobre todo de la ternura del hogar paterno...
Llevaba el alma sumida en la
tristeza. Sin embargo, exteriormente era la misma, pues creía que nadie conocía
la petición que había hecho al Santo Padre. Pronto me convencí de lo contrario.
Habiéndome quedado sola con Celina en el vagón (los demás peregrinos habían
bajado a la cantina de la estación, aprovechando unos pocos minutos de parada),
vi que el Sr. Legoux, Vicario General de Coutances, abría la puerta y mirándome
me decía sonriendo: «¿Cómo está nuestra pequeña carmelita...?» Entonces
comprendí que toda la peregrinación conocía mi secreto. Gracias a Dios, nadie
me habló sobre ello, pero, por la simpatía con que me miraban, me di cuenta de
que mi petición no les había producido mala impresión, sino todo lo
contrario...
En la pequeña ciudad de Asís tuve ocasión de subir al coche del
Sr. Révérony, un honor que no le fue concedido a ninguna dama durante todo el
viaje. Te cuento cómo conseguí ese privilegio. Después de visitar los lugares
impregnados por el aroma de las virtudes de san Francisco y santa Clara,
terminamos en el monasterio de Santa Inés, hermana de santa Clara. Yo había
estado contemplando a mis anchas la cabeza de la santa y cuando me retiraba,
una de las últimas, me di cuenta de que había perdido el cinturón. Lo busqué en
medio de la muchedumbre. Un sacerdote se compadeció de mí y me ayudó; pero
después de habérmelo encontrado, le vi alejarse, y yo me quedé sola buscando,
pues aunque tenía el cinturón no me lo podía poner, pues faltaba la hebilla...
Por fin, la vi brillar en un rincón. Cogerla y ajustarla al cinturón no me
llevó mucho tiempo, pero todo el trabajo anterior sí que me lo había llevado.
Así que me quedé de una pieza al ver que estaba sola al salir de la iglesia.
Todos los coches, y eran muchos, habían desaparecido, excepto el del Sr.
Révérony. ¿Qué decisión tomar? ¿Echarme a correr detrás de los coches, que ya
no se veían, exponiéndome a perder el tren, con la consiguiente preocupación de
mi querido papá, o bien pedir un sitio en la calesa del Sr. Révérony...?
Me
decidí por esta última solución. Con la mayor amabilidad y lo menos apurada que
pude, a pesar de mi apuro, le expuse mi crítica situación y lo puse a él mismo
en un apuro, pues su coche iba lleno de los más distinguidos caballeros de la
peregrinación. Imposible encontrar una plaza libre. Pero un caballero muy
galante se apresuró a bajar, me hizo ocupar su asiento, y se puso él
modestamente al lado del cochero. Parecía una ardilla atrapada en un cepo, y
estaba muy lejos de encontrarme a gusto, rodeada de todos aquellos personajes
ilustres, y sobre todo del más temible de todos ellos, frente al cual iba
sentada...
Sin embargo, estuvo muy amable conmigo, interrumpiendo de vez
en cuando su conversación con los caballeros para hablarme del Carmelo. Antes
de llegar a la estación, todos aquellos grandes personajes sacaron sus grandes
monederos para dar una propina al cochero (que ya estaba pagado). Yo hice lo
mismo, y saqué mi diminuto monedero, pero el Sr. Révérony no me permitió sacar
mis preciosas moneditas y prefirió dar él una grande de las suyas por los dos.
En otra ocasión volví a encontrarme a su lado en el ómnibus.
Estuvo más amable
todavía, y me prometió hacer todo lo que pudiera para que entrase en el
Carmelo... Aunque estos breves encuentros pusieron un poco de bálsamo en mis
llagas, no pudieron evitar que el regreso fuese mucho menos placentero que la
ida, pues ya no tenía la esperanza «del Santo Padre». No encontraba ayuda
alguna en la tierra, que me parecía un desierto agostado y sin agua. Sólo en
Dios tenía puesta toda mi esperanza... Acababa de conocer por experiencia que
vale más recurrir a él que a sus santos... La tristeza de mi alma no fue
obstáculo para que pusiese un gran interés en los santos lugares que
visitábamos.
Fuente: Catholic.net