Quedan todavía muchos crucifijos misioneros que aguardan ser entregados a jóvenes – muchachos y muchachas –, que se decidan compartir con todos y en todos los lugares la sabiduría y el escándalo de la Cruz de Cristo
Cuando
un misionero deja a los suyos y todo
lo que es suyo, recibe a cambio, antes de partir a su destino, un crucifijo. Tiene el misionero que abrazarse a él, para que los latidos de su corazón se
vayan acompasando a los del Corazón de Cristo. Tiene el misionero que rezar ante él, para que sea el mismo Cristo quien dé
eficacia a todos sus trabajos apostólicos.
Tiene el misionero que mostrarle a todos, para que por la contemplación del
mismo, vengan todos a tener vida eterna. Ese crucifijo se convierte así en el resumen de la vida espiritual, de la oración,
y del trabajo del misionero.
El misionero vive, reza y trabaja a la sombra de la Cruz y bajo la mirada de Aquél que en ella está clavado. Con el crucifijo en la mano, el misionero parte con la seguridad de
llevar consigo un equipaje completo, una despensa bien repleta, una farmacia
bien surtida, una biblioteca bien selecta, una bolsa bien llena. El misionero no se entiende sin su crucifijo.
Cuando Cristo vino a nosotros, vino como un
verdadero misionero del Padre. La
realización de su misión estuvo toda
ella marcada por la Cruz. En un
principio los rasgos de la Cruz eran
tenues, pero poco a poco se fueron haciendo más nítidos. Cristo y su Cruz. No nos
podemos imaginar ni entender a Cristo
sin su Cruz. Para siempre Cristo será el que murió clavado en una Cruz: el Crucificado.
El
misionero se encuentra cada día con
el Crucificado de su crucifijo en los hombres y mujeres con
los que trabaja. En ellos le está esperando Cristo
Crucificado: en el niño sucio o hambriento, en el joven sin cultura ni
futuro, el adulto acostumbrado a la rutina y esclavos de supersticiones, en el
anciano enfermo, sin techo o abrigo; en todos ellos, desconocedores de cuánto
les ama Dios y de todo lo que Dios ha hecho por ellos y de todo lo que les
tiene preparado.
¿Qué hará el misionero?
Estará junto a ellos, ayudándoles a llevar esas cruces, intentando cargarlas de
sentido para así vaciarlas de pesadumbre. Y a todos los que mueren con sed o
sintiéndose abandonados, el misionero les recordará que perdonen a sus enemigos
y verdugos; que se abandonen en las manos de Dios y que acepten por madre a la
misma Madre de Dios.
Dice
Cristo Crucificado a todos los suyos:
“Tú, al menos, ámame”. Si, al menos,
eso hacemos, no sería nada raro que luego añadiera: “Tú, sígueme”. Quedan todavía muchos crucifijos misioneros que aguardan ser entregados a jóvenes –
muchachos y muchachas –, que se decidan
compartir con todos y en todos los lugares la sabiduría y el escándalo de la Cruz de Cristo.
P. Lino Herrero Prieto CMM
Misionero de Mariannhill