"Recibid
el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”
Era un jueves
soleado y húmedo en la capital paulistana, cerca de fin de año. La catedral
abría sus puertas a los fieles muy temprano, como de costumbre. A las nueve se
veía a algunos sacerdotes andando por los pasillos laterales del enorme
edificio en dirección a los confesionarios, ante los cuales varios fieles ya se
encontraban esperando.
- ¿Para qué
están haciendo cola dentro de la iglesia? -le preguntó a uno de ellos un
curioso observador.
- ¿Qué es eso?
- Esta fila es
para la Confesión, para que el sacerdote nos atienda.
¿Es usted
católico?
- Sí... Hace
tiempo oí hablar de ello. Únicamente en la Primera Comunión. ¿Entonces de qué
se trata?
- La Confesión
sirve para que Dios nos perdone nuestros pecados. Nos arrodillamos allí, en el
confesionario, ante el sacerdote, y éste nos perdona en nombre de Dios.
- ¡Ah! Y...
¿Dios perdona de verdad?
- ¡Claro que
sí!, siempre que exista arrepentimiento.
- He cometido
tantos errores en mi vida...
Se hizo un
prolongado silencio, mientras el visitante iba mudando de expresión y se
abstraía de las cosas de su entorno. Había entrado en la catedral llevado por
la mera curiosidad y ahora se sentía invitado a cambiar de vida. Hacía tanto
tiempo que no se confesaba, ¿treinta, cuarenta años?, y no sabía ni cómo
hacerlo.
- ¿Me puedo
poner también en la cola?
Cualquiera que
lo viera percibiría el sufrimiento interior de ese desconocido, a quien Dios
llamaba a la conversión.
- Por
supuesto, póngase delante de mí.
Había sido
dado un paso decisivo en la vida de aquel hombre camino de la salvación de su
alma. Se puso con los demás a la espera de un turno, pero ni hablar podía, ya
que las lágrimas le caían a torrentes por sus mejillas.
"¿Acaso quiero yo la muerte del malvado?"
Casos como ése
no son raros en nuestros días. ¡Cuántos y cuántos han hecho la Primera Comunión
y después, infelizmente, arrastrados por las preocupaciones de la vida, se han
dejado llevar por los atractivos del mundo y han olvidado por completo sus
deberes para con Dios!
Siguen siendo
católicos, claro, pero católicos cuya fe se ha vuelto como una brasa sofocada
bajo la espesa capa de ceniza de sus pecados. Y mal guardan en su memoria algún
resto de las primeras lecciones de catecismo que aprendieron durante su
infancia.
Sin embargo,
Dios no los olvida. En determinado momento, Jesucristo llama paternalmente a la
puerta de sus almas con una cariñosa invitación para que hagan una buena
confesión.
Cómo sería
horrible que una persona, por causa de sus graves pecados, se condenara a las
mazmorras eternas, donde los réprobos son castigados con el alejamiento de Dios,
para el cual han sido creados, y sufren terribles tormentos, sin un instante
siquiera de alivio.
No obstante,
sumamente misericordioso, Él no desea para el pecador tal destino: "¿Acaso
quiero yo la muerte del malvado -oráculo del Señor-, y no que se convierta de
su conducta y viva? (Ez 18, 23). Dios quiere perdonarnos y para ello pone una
condición: la confesión de nuestros pecados a uno de sus ministros.
Dios perdona a través del sacerdote
La Confesión
es uno de los signos más palpables de la bondad de Dios. Gravemente ofendido
por el que peca mortalmente, El Creador tiene poder para fulminar con una
sentencia de eterna condenación al pecador, y haciéndolo practicaría solamente
un acto de justicia. Con todo, nos dejó ese sacramento por medio del cual perdona
al penitente todos sus pecados, por muy graves y numerosos que sean.
Es muy
conocido el episodio de la primera aparición del divino Maestro a sus
discípulos después de la Resurrección. Por temor a ser perseguidos y
condenados, también ellos mismos, se encontraban reunidos en una habitación con
las puertas cerradas, cuando de pronto se les aparece Jesús. Y soplando sobre
ellos les dice el Redentor: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos" (Jn 20, 22-23). Había sido instituido el sacramento de
la Confesión.
Así, pues,
desde los comienzos de la Iglesia los fieles buscaban a los Apóstoles para
confesarles sus faltas y recibir de ellos la absolución. El poder de perdonar,
dado por Cristo a su Iglesia, es conferido a los presbíteros mediante el
sacramento del Orden. De este modo fue pasando de generación en generación a lo
largo de los siglos hasta nuestros días.
Requisitos
para una buena confesión
Desde luego que
Dios podría perdonar los pecados de otra forma, pero dejó expresa claramente su
voluntad de hacerlo a través de un sacerdote en el sacramento de la
Reconciliación: "En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra
quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará
desatado en los cielos" (Mt 18, 18), le dijo Jesús a los Apóstoles.
¿Cómo beneficiarnos de ese sacramento?
Dios,
sumamente misericordioso, también es justo. Para que utilicemos bien ese
maravilloso recurso quiere que nos sometamos a algunas condiciones sin las
cuales la confesión no sólo no serviría de nada, sino que se volvería nociva
para el alma.
¿Cuáles son
los requisitos? En síntesis, la Iglesia nos enseña que son imprescindibles
cinco cosas para una buena confesión: hacer un buen examen de conciencia, tener
dolor de los pecados, hacer el propósito de no cometerlos más, confesarlos y
cumplir la penitencia impuesta por el confesor.
Pero ¿en qué
consiste precisamente cada una de esas exigencias?
El examen de conciencia
Antes que
nada, se debe hacer un examen de conciencia. El fiel deseoso de obtener el
perdón de sus faltas necesita primero auscultar su alma, para saber qué pecados
no han sido confesados todavía. No es necesario traer a la memoria los pecados
de toda la vida, sino únicamente los cometidos desde la última confesión bien
hecha.
Un episodio
narrado en la Sagrada Escritura demuestra bien la importancia del examen de
conciencia: el rey David había cometido dos pecados: adulterio y homicidio. El
profeta Natán, enviado por Dios, suplió por medio de una severa advertencia la
ausencia del examen de conciencia por parte del monarca. Sólo de esta forma
cayó en sí y fue capaz de arrepentirse y pedir perdón (cf. 2 S 12, 1-13).
En este suceso
del Antiguo Testamento podemos verificar otro buen motivo para el examen de
conciencia: auxiliarnos a tener dolor de nuestros pecados, es decir, nos ayuda
a arrepentirnos. Si nos detenemos a conocer seriamente cada una de las ofensas
hechas a Dios, nos disponemos a sentir por ellas verdadera tristeza y, así, a
obtener el perdón.
El examen de
conciencia ha de ser hecho cuidadosamente, sin precipitación. Es importante que
rememoremos los pecados cometidos de pensamiento, palabra, obra u omisión, recorriendo
para tal fin los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, la lista de
los pecados capitales y las obligaciones de nuestro propio estado. Debe abarcar
también las malas costumbres que se han de corregir y las ocasiones de pecado
que se han de evitar.
Pero la
Iglesia, como buena madre, nos recomienda también que evitemos dejarnos llevar
por la exagerada preocupación de haber olvidado alguna falta o circunstancia.
En una ocasión, Santa Margarita María Alacoque, inquieta y perturbada, estaba
haciendo con excesivo cuidado su examen de conciencia antes de la confesión.
Entonces se le apareció el Señor y la tranquilizó: "¿Por qué te
atormentas? Haz lo que puedas. Yo amo a los corazones contritos que se acusan
sinceramente de los pecados que conocen, con la intención de no desagradarme
más".
Cualquier
persona, sea por deficiencia de memoria, sea por relajamiento, puede sentir
dificultad en recordar los pecados aún no confesados. Sin la ayuda de Dios,
nadie puede hacer nada bien. Por lo tanto, es muy apropiado empezar el examen
de conciencia con una oración, pidiéndole, por intercesión de la Virgen o de
nuestro ángel de la guarda, que ilumine nuestra mente para que reconozcamos
todas nuestras faltas y nos dé fuerzas para detestarlas.
¿Cuántas veces
he pecado? Es una importante pregunta que debemos hacernos. Un soldado recibe
tres graves heridas en combate. Llevado al hospital, le enseña al médico sólo
dos; la tercera la oculta, movido por un necio sentimiento de vergüenza. No
sirvió de nada que el médico curase las dos lesiones que conocía, porque el
soldado murió como consecuencia del agravamiento de la tercera.
Ahora bien, la
Confesión también es un acto de curación. Si queremos reanudar nuestra amistad
con Dios y tener el alma curada de las llagas de nuestros pecados, debemos
pedir perdón de todos y cada uno de ellos. Por consiguiente, tratándose de
pecados mortales -faltas en materia grave, con pleno conocimiento y pleno
consentimiento de la voluntad-, debemos investigarlo todo; incluso en la medida
de lo posible, cuántas veces fue practicado determinado acto pecaminoso y en
qué circunstancias.
No es
irrelevante contar en la Confesión las situaciones que agravan el pecado. Por
ejemplo, robarle a un pobre es más grave que hacerlo a un rico. Tratar mal a
nuestros padres, a quienes les debemos la vida, es más grave que hacer lo mismo
a un compañero del colegio. Las circunstancias agravantes han de señalarse,
pues el sacerdote necesita conocer con claridad los pecados para perdonarlos.
Del mismo modo que un médico, para atender a un paciente, primero tiene que
evaluar bien el diagnóstico de la enfermedad, para poder aplicarle el remedio
más adecuado. Si omitimos estas informaciones por maldad, la Confesión será mal
hecha, por lo tanto, ningún pecado será perdonado.
El dolor de los pecados
Lo más
importante para que el penitente logre el perdón de Dios es el arrepentimiento,
es decir, sentir disgusto por la falta cometida y tener la voluntad firme de no
recaer más en ella. Naturalmente, no es necesario derramar lágrimas por el
dolor de los pecados, pero hay que lamentar de corazón haber ofendido a Dios,
más que si nos hubiera sucedido cualquier otra desgracia.
Sin
arrepentimiento, la Confesión no tiene ningún valor. No es posible conseguir el
perdón de Dios sin odiar la falta cometida, sin la disposición de no repetirla
nunca. Esta postura de alma debe extenderse a todos los pecados mortales, sin
excepción. Y para obtener el perdón de nuestras faltas en la Confesión, basta
el arrepentimiento por miedo a los castigos acarreados por el pecado -la
atrición-, aunque lo mejor es arrepentirnos por haber ofendido a Dios -la
contrición.
El
arrepentimiento también abarca la confianza en la misericordia divina, porque
el dolor de los pecados sin esa virtud podría terminar en desesperación.
El firme propósito
Si, de hecho,
hay arrepentimiento por los pecados cometidos, se producirá en el alma el
propósito, la firme voluntad, resueltamente determinada, de no repetirlos nunca
más y de huir de las ocasiones próximas, de evitar todo lo que induce al mal:
puede ser una persona, un objeto, un lugar o incluso una circunstancia la que
nos ponga en peligro de ofender a Dios.
¿Debo humildemente acusarme?
Se cuenta que
en cierta ocasión se encontraba San Antonino de Florencia en una iglesia y
percibió que había un demonio muy cerca de la fila de la Confesión. Disgustado,
el santo arzobispo se dirigió al ángel malo y le preguntó:
- ¿Qué estás haciendo aquí?
- Pues,
practicando una buena acción.
- ¿Pero eso es
posible?
- Sí, he
venido a hacer una devolución. Normalmente los cristianos tienen vergüenza de
pecar y por eso trato de sacarla de su espíritu antes de que practiquen una
mala acción, pero ahora que están a punto de confesar, conviene que se la
devuelva para que delante del confesor omitan sus faltas...
Una Confesión
mal hecha puede llevar a un alma a condenarse y eso es lo que el demonio
quiere. A veces puede ocurrir que seamos tentados a callar nuestros pecados al
confesor o a no contarlos convenientemente. Para que esto no pase es
interesante que recordemos cómo debe ser la acusación de los pecados en el
sacramento de la Confesión.
Primeramente
es necesario, siguiendo el mismo principio del examen de conciencia, contarle
al sacerdote todos los pecados mortales cometidos después de la última
Confesión bien hecha. Si alguien oculta un solo pecado grave de propósito,
además de no recibir el perdón de ninguno, acaba cometiendo otro, por estar
ofendiendo algo sagrado instituido por el mismo Cristo. Es decir, es al mismo
Jesús a quien se le está mintiendo.
La Confesión
debe ser sincera. El penitente debe acusar sus pecados al sacerdote con
objetividad, evitando innecesarias demoras, que incluso pueden perjudicar la
claridad de la materia. La ausencia de sinceridad en cuanto a la manera de
acusar los pecados es otra tentación del demonio contra la cual es
imprescindible precaverse.
También las excusas pueden ser ocasión de tentación:
justificar los pecados, creando atenuantes, no reconociéndose enteramente
culpable de sus propias faltas o echándole la culpa a los demás.
Finalmente, debo cumplir la penitencia
Al final de la
Confesión el sacerdote impone la penitencia, también denominada satisfacción.
Generalmente es una oración o una buena obra la que el confesor le ordena al
penitente como expiación de sus pecados.
Por nuestro
sentido de justicia, sabemos que a toda ofensa debe corresponderle una
reparación proporcional. El principio también se aplica a Dios: cuando es
ofendido también merece una reparación. Si la ofensa contra Dios es grave, el
pecador merece el infierno, porque el castigo reparador debe ser proporcional
al ofendido, en este caso, eterno. Pero la Confesión sacramental, además de
perdonar la culpa del penitente, perdona la pena eterna, que es conmutada por
una pena temporal.
Cuando alguien
se confiesa, sus pecados están perdonados completamente, pero la deuda con Dios
aún no ha sido pagada. Entonces el sacerdote le impone una penitencia después
de la Confesión, cuyo objetivo es reparar el mal cometido contra Dios. Sin
embargo, puede ocurrir que la pena temporal sea perdonada incluso en la propia
Confesión; cuando el penitente tiene un extraordinario dolor de sus pecados.
Es evidente
que el mismo Jesús con sus sufrimientos y su muerte en la cruz satisfizo la
divina justicia en cuanto a nuestros pecados, pagando así nuestra deuda con
relación a Dios. Por eso en la Confesión se perdona nuestra culpa y el castigo
eterno. Pero Dios exige, con todo derecho, que también, cuando nos sea posible,
hagamos algo como satisfacción de nuestros pecados. Y esa pequeña satisfacción
también es exigida para la comprensión de la gravedad de nuestras faltas, para
que nos sirva de remedio a los pecados y nos preserve de recaídas.
Dios perdona a los que se confiesan bien
Todo en esta
vida debe tomarse en serio y aún más las cosas relacionadas con Dios. Por ello,
debemos practicar con mucha fidelidad las enseñanzas de la Iglesia acerca del
sacramento de la Confesión, siempre confiados de que, a través de él, son
perdonados todos nuestros pecados, somos auxiliados a no recaer en ellos y nos
es restituida la paz de conciencia.
Una vez se
presentó ante San Antonio de Padua un gran pecador para confesarse. El pobre
hombre estaba tan confuso que casi no conseguía hablar. Lloraba y sollozaba con
tanta vehemencia que no lograba expresar al santo ninguna de sus faltas. El
confesor para ayudarlo le sugirió dócilmente que hiciera un examen de
conciencia escrito:
- Ve a
escribir tus pecados y después vuelve para confesarlos.
El penitente
siguió el consejo. Más tarde, leyó en el confesionario sus faltas, tal como las
había escrito. Tan pronto como terminó la Confesión, ¡un gran milagro!: el
papel donde el pecador escribió cuidadosamente sus ofensas quedó completamente
en blanco, porque todo lo que estaba escrito había desaparecido.
Este prodigio
nos consuela bastante y nos anima a acercarnos con rectitud y confianza al
sacramento de la Penitencia, que es capaz de destruir en nosotros el peor de
los males, el pecado. El Señor instituyó este sacramento para todos los
miembros pecadores de su Iglesia, dándoles una nueva posibilidad de encontrarse
con Dios y de restaurar la amistad con Él.
Fuente: Gaudiumpress