Tres meses antes de morir leyó un día en la catedral, durante una homilía, una carta que acababa de recibir de Álvaro del Portillo
Todos tenemos nuestra propia idea
sobre lo que hay que hacer para cambiar el mundo. Pocos hay, sin embargo,
dispuestos a cambiar personalmente, a ponerse a sí mismos en discusión, y quizá
por eso el mundo no cambia o, si cambia, es para sustituir un mal por otro mal.
Lo cierto es que el hombre, con sus intentos de cambiar la historia, nunca ha conseguido hacer de este mundo un paraíso, y sí ha estado a punto muchas veces de convertirlo en un infierno.
Lo cierto es que el hombre, con sus intentos de cambiar la historia, nunca ha conseguido hacer de este mundo un paraíso, y sí ha estado a punto muchas veces de convertirlo en un infierno.
Pero a la vez la realidad, con su triste puesta en escena de la injusticia y la
desventura humana, nos interpela, nos pide a gritos que azucemos los
espíritus, en primer lugar cada uno el suyo.
También monseñor Óscar Romero tenía una fórmula para cambiar el mundo:
ver en los pobres a Cristo. Es lo que pedía a los fieles de San Salvador y
es lo que se exigía a sí mismo como desafío íntimo, pues su historia personal
no es sólo es la biografía de un pastor, sino la de una persona que ha buscado
la santidad.
Hizo vida su ideal, encarnó con generosidad su propuesta de mudanza, y
por eso muchos le entendieron y le secundaron. Pero no todos, y lo pagó con su
vida. El 24 de marzo de 1980, a las seis de la tarde, fue asesinado por un
sicario mientras celebraba misa.
Aquella mañana había pasado unas horas en una reunión mensual de sacerdotes del
Opus Dei a la que solía acudir siempre que podía. Había conocido el Opus Dei
siendo ya sacerdote, en los años sesenta.
En sus viajes a Roma había tenido relación con el fundador, Josemaría
Escrivá de Balaguer, proclamado santo en 2002, y con su sucesor, Álvaro del
Portillo, beato desde el pasado 27 de septiembre.
Tres meses antes de morir leyó un día en la catedral, durante una homilía, una
carta que acababa de recibir de Álvaro del Portillo. Podía parecer una carta
convencional, de circunstancias: era, de hecho, una carta de agradecimiento por
otra anterior que monseñor Romero había enviado al hoy beato Álvaro.
Monseñor Romero, sin embargo, la apreció y decidió leerla en público: no sólo
para dar un motivo de alegría a los miembros salvadoreños del Opus Dei, sino
también ‒lo dijo expresamente‒ para recordar que, como Del Portillo subrayaba
en aquella carta, el Opus Dei procura remar siempre, en cada lugar
donde se encuentra, con el obispo diocesano.
La figura del beato Álvaro del Portillo, también en San Salvador, la ciudad de
monseñor Romero, ha sido, como la del obispo mártir, un punto de referencia
para hombres y mujeres que se proponen ver en los pobres a Cristo.
No solo: Del Portillo alentó directamente, sobre todo después del
terremoto de 1986 pero también antes, el desarrollo de labores sociales como la
escuela Montemira o el centro de capacitación Siramá, que ha permitido a
muchas mujeres sin recursos económicos hacerse valer en la sociedad salvadoreña
con su trabajo y con la conciencia de su propia dignidad.
Son iniciativas que monseñor Romero, que ya en vida conocía, sin duda bendice
desde el cielo; y con él, Álvaro del Portillo.
Por Alfredo Méndiz (historiador)
sources: Opus Dei