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Foto: Vatican Media. Dominio público |
Espero que «estén atentos a la llamada que Jesús podría hacerles para seguirlo más de cerca en el sacerdocio» y «que puedan, poco a poco, domingo tras domingo, descubrir la belleza, la felicidad y la necesidad de una vocación así».
León XIV dirige este aliento a las «conciencias de jóvenes, entusiastas y generosos» monaguillos franceses en peregrinación a Roma, con los que se reunió esta mañana, 25 de agosto, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico.
Durante su discurso, en el que destacó la importancia
de la Eucaristía como lugar de encuentro con el amor de Cristo, insistió en la
«vida tan maravillosa del sacerdote» que, «en el centro de cada uno de sus
días, a través de la misa, encuentra a Jesús de una manera tan excepcional y lo
dona al mundo».
Les diré algo que deben escuchar, aunque pueda
inquietarlos un poco: ¡la falta de sacerdotes en Francia, en el mundo, es una
gran desgracia! ¡Una desgracia para la Iglesia!
Ante un mundo que «va mal, que debe afrontar retos
cada vez más graves e inquietantes» como el sufrimiento, la enfermedad, la
discapacidad, el fracaso o incluso la pérdida de un ser querido, el Pontífice
reconoce que pueden surgir preguntas: «¿Quién vendrá en nuestro auxilio? ¿Quién
tendrá piedad de nosotros? ¿Quién vendrá a salvarnos? ... no solo de nuestros
sufrimientos, de nuestras limitaciones y de nuestros errores, sino también de
la muerte misma?».
Pero para él la respuesta es «perfectamente clara y
resuena en la Historia desde hace 2000 años: solo Jesús viene a salvarnos,
nadie más: porque solo Él tiene el poder de hacerlo —Él es Dios Todopoderoso en
persona— y porque nos ama». «Él dio su vida por nosotros, ofreciéndola en la
cruz. De hecho, no hay mayor amor que dar la vida por quienes amamos», continúa
el Papa, definiendo la muerte y resurrección de Cristo como «lo más maravilloso
de nuestra fe católica» y «el acontecimiento más importante de la historia del
mundo». «Dios, el creador del cielo y de la tierra, quiso sufrir y morir por
nosotros, sus criaturas. ¡Dios nos amó hasta morir! Para hacerlo, descendió del
cielo, se humilló a sí mismo y se hizo semejante a los hombres», afirma el
Pontífice.
¿Qué podemos temer de un Dios que nos ha amado hasta
tal punto? ¿Qué más podríamos esperar? ¿Qué esperamos para corresponderle como
se merece? Gloriosamente resucitado, Jesús está vivo junto al Padre, ahora
cuida de nosotros y nos comunica su vida eterna.
León XIV destaca además que el lugar donde se puede
experimentar este amor de Cristo es la Eucaristía, «tesoro de la Iglesia,
tesoro de tesoros». «Domingo tras domingo» y «generación tras generación», la
Iglesia custodia «con cuidado la memoria de la muerte y resurrección del
Señor», explica el Papa. «¡La celebración de la misa nos salva hoy! ¡Salva al
mundo hoy!», reitera, precisamente porque en ella, «entre las manos del
sacerdote y con sus palabras «esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre», Jesús
sigue entregando su vida en el altar, sigue derramando su sangre por nosotros
hoy».
Es el acontecimiento más importante de la vida del
cristiano y de la vida de la Iglesia, porque es el encuentro en el que Dios se
entrega a nosotros por amor, una y otra vez. El cristiano no va a misa por
obligación, sino porque lo necesita absolutamente; ¡necesita la vida de Dios
que se entrega sin pedir nada a cambio!
Citando un versículo de San Pedro tomado de los Hechos de los Apóstoles que dice que «no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el cual podamos ser salvados», el Pontífice anima a los monaguillos a no olvidar «jamás estas palabras». «Imprímanlas en si corazón y pongan a Jesús en el centro de su vida», reitera.
Y los invita a regresar a Francia «más
decididos que nunca a amarlo y seguirlo, y así mejor armados de esperanza», en
los momentos difíciles de duda, desánimo y tormenta, como un ancla segura,
lanzada hacia el cielo, que les permitirá continuar el camino. De hecho, León
XIV agradece a los monaguillos por su servicio, los anima a perseverar y los
invita a tener siempre presente «la grandeza y la santidad de lo que se
celebra».
En efecto, ¿cómo no sentir alegría en el corazón en
presencia de Jesús? Pero la misa es, al mismo tiempo, un momento serio,
solemne, impregnado de gravedad. Que su actitud, su silencio, la dignidad de su
servicio, la belleza litúrgica, el orden y la majestuosidad de los gestos
introduzcan a los fieles en la grandeza sagrada del Misterio.
De hecho, el Papa exhorta a los monaguillos a no
perder la oportunidad «de hablar con Jesús en lo más profundo de su corazón y
amarlo cada vez más» mientras están en Roma durante el Año Santo. «Él nos ayuda
a «convertirnos», es decir, a volvernos hacia Él, a crecer en la fe y en su
amor, para convertirnos en mejores discípulos», explica. El único deseo de
Cristo, añade, «es formar parte de su vida para iluminarla desde dentro,
convertirse en su mejor amigo, el más fiel. La vida se vuelve bella y feliz con
Jesús». Sin embargo, explica el Pontífice, Cristo «espera su respuesta», llama
«a la puerta y espera para entrar».
Estar «cerca» de Jesús, Él, el Hijo de Dios, ¡entrar
en su amistad! ¡Qué destino inesperado! ¡Qué felicidad! ¡Qué consuelo! ¡Qué
esperanza para el futuro!
Isabella H. de
Carvalho – Ciudad del Vaticano
Fuente: Vatican News