El pecado original, cometido por Adán y Eva, es para muchos un gran misterio que la ciencia no puede explicar, pero la fe sí tiene mucho qué decir al respecto
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Shutterstock I Jacek Wojnarowski |
La doctrina del pecado original constituye para muchos una
dificultad: desacreditada por el racionalismo y aparentemente negada por la
ciencia, cada vez está menos presente en la catequesis y en las homilías.
Y sin
embargo, Juan Pablo II y Benedicto XVI han recordado fuertemente
que esta doctrina constituye una “piedra angular” del cristianismo.
Resulta difícil comprender cómo los hombres estarían cargando con
el castigo merecido por una pareja, Adán y Eva, cuya existencia pertenece al
mundo de los mitos.
¿Se hereda
el pecado original? ¿Qué gen lo transmite? ¿Se contagia durante el acto sexual,
como decían algunos pensadores? Pero entonces ¿la sexualidad es pecado? ¿Qué
significa la “manzana”?
¿Acaso la
serpiente no es un signo fálico para los antiguos cananeos? Además, si es
hereditario y se borra con el bautismo, ¿por qué el hijo de padres bautizados
tiene que bautizarse a su vez?...
El error
está en pensar en el pecado de Adán como en una falta personal: con ese primer
pecado histórico del hombre, entró en el mundo el poder del mal, el poder
diabólico, que desde entonces tiene un dominio tal sobre el género humano que
solo la muerte de Cristo podía romper.
El Catecismo de la Iglesia Católica desarrolla esto en los puntos 397-412: es la desconfianza del hombre en la
bondad de su Creador, y el separarse de él.
Este “estado
de pecado” se transmite a los hombres no porque sean engendrados sexualmente,
es decir, la causa no es el sexo porque el sexo sea malo, como algunos han
pensado, sino el hecho mismo de ser engendrado, de ser hombre (la palabra que
usa el Magisterio es “propagación”).
Las
personas, a raíz de aquel pecado concreto, desde el mismo momento en que
comienzan su existencia se ven privadas del equilibrio original para el que
fueron creadas.
Y de ese
“estado” de desequilibrio interior, de sumisión al poder del mal, no pueden
salir por sí mismas.
Según los exégetas, los primeros capítulos del Génesis fueron
escritos aproximadamente en la época del Destierro, compilando distintas
tradiciones anteriores.
Eso
significa que evidentemente no fueron compuestos como una crónica histórica.
Además, algunos de sus elementos recuerdan textos mitológicos de Babilonia y
Persia.
Sin embargo,
el sentido del relato sí introduce verdades religiosas totalmente novedosas
respecto a las demás religiones: si se revisan los relatos mitológicos, la
relación entre el hombre y la divinidad, o la explicación del origen del mal,
son totalmente distintos a los demás.
El Génesis
se compuso en una época en la que el pensamiento judío, a la luz de la
Revelación de Dios, se pregunta por el problema del mal.
Y el Génesis
enuncia al respecto una serie de verdades fundamentales: Dios creó al hombre
bueno y libre, a su imagen y semejanza, y destinado a la complementariedad
entre hombre y mujer.
Pero el
hombre utilizó la libertad que Dios le había otorgado para rebelarse contra él,
a instigación de un poder maléfico, y cayó desde ese momento en poder de ese
mal.
El Verbo de
Dios se hizo carne precisamente para liberar al hombre de este poder: solo el
Creador tenía la capacidad de recomponer a su propia criatura.
Esta
doctrina es fijada especialmente por san Pablo, en 1 Cor 15, 21-22.45-49, Rm 15, 12-21, Ef 2, 1-3, y aparece también en el Apocalipsis 12, 9-11.
Esta doctrina del pecado original está presente desde los primeros
padres de la Iglesia (Justino, Ireneo, etc).
La doctrina
se fue desarrollando poco a poco, no había aún claridad sobre cómo se
transmitía este pecado (por generación, por propagación, etc.) ni del alcance
del daño provocado en el hombre (hasta qué punto estaba dañada su naturaleza).
Un
testimonio de esto es el bautismo de niños pequeños, ya desde los albores del
cristianismo.
En el siglo
V apareció la herejía pelagiana, que afirmaba que el hombre era capaz de
alcanzar la virtud por sí mismo, y que por tanto no era esclavo del mal, sino
que los pecados personales los realizaba libre y conscientemente.
En
consecuencia, negaba el pecado original y culpaba a Adán solamente de dar “mal
ejemplo” a los hombres. Para esta herejía, Jesús no pasaba de ser un maestro de
vida, no era nada más.
El gran
opositor de la herejía pelagiana fue san Agustín, que fue el primero en
sistematizar la doctrina del pecado original, reafirmando la necesidad de la
gracia.
El Magisterio la definió en los concilios de
Cartago (418) y Orange (529). Posteriormente, santo Tomás de Aquino y san
Anselmo de Canterbury profundizarían en su comprensión.
Aunque
algunos pensadores medievales como Abelardo negaron la doctrina del pecado original
tal y como la Iglesia la entendía, no se produjo una verdadera controversia
hasta la Reforma luterana.
Lutero,
llevando el pensamiento de san Agustín hasta el extremo, afirma que la
naturaleza humana está irremisiblemente perdida y que el bautismo no borra el
pecado original. Por tanto, el hombre permanece en poder del pecado para
siempre, y solo se salva por la fe.
A esta
herejía respondió el Concilio de Trento, en una declaración que durante muchos
siglos se consideró la palabra definitiva de la Iglesia sobre el tema, y que
afirma: Adán y Eva, padres de la humanidad, cometieron un pecado que priva a
los hombres de la comunión con Dios, y que se transmite a todo el género
humano.
Pero esta
naturaleza, caída aunque no destruida, es restablecida por Cristo, con la ayuda
de su gracia redentora.
En los siglos XVIII y XIX, esta doctrina fue rechazada por el
racionalismo ilustrado, y relegada a mera superstición, como el resto de los
principios cristianos.
El hombre
“de las luces” explica siempre el origen del mal, o como algo intrínseco al
hombre (Hobbes: “el hombre es un lobo para el hombre”), o bien como algo
completamente extraño a él que le condiciona (Rousseau y el “buen salvaje”, o
Marx y la alienación social).
Pero estos
cuestionamientos externos no fueron tan demoledores como los internos: en el
siglo XX, especialmente entre los años 50 y 70 del siglo XX, se produjo una
auténtica conmoción en los pilares de esta doctrina, causados por nuevos
avances de la ciencia.
En primer
lugar, los avances en la ciencia genética y en la arqueología apuntan hacia la
hipótesis de la evolución de las especies (frente al creacionismo), así como la
del poligenismo (es decir, que no procedemos de una sola pareja humana).
En segundo
lugar, la exégesis y la hermenéutica moderna permiten conocer mejor cómo se
compuso el libro del Génesis, descartando su historicidad.
Muchos
pensadores interpretaron que estos hallazgos invalidaban la doctrina del pecado
original: entre ellos es especialmente conocido Teilhard de Chardin.
El Papa Pío
XII salió al paso de esta crisis con la encíclica Humani Generis, en la que aunque
admitía que el poligenismo era “difícilmente conciliable” con la doctrina del
pecado original, no lo negaba de forma absoluta.
Posteriormente,
el Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes (13, 18, 37) y en la Lumen Gentium (2), sin entrar
en el debate, reafirma la doctrina en sus puntos esenciales.
Lejos de ser una cosa caducada, es un tema de la mayor actualidad,
como lo demuestra la claridad con la que los papas de las últimas décadas han
hablado de ello.
Pablo VI
habló concretamente del tema en dos ocasiones: en un Simposio organizado por la
Universidad Gregoriana (1966), y en los artículos 16, 17 y 18 de “El Credo del Pueblo de Dios” (1968).
Juan Pablo
II, después de terminar su famoso ciclo de catequesis sobre la teología del
cuerpo, dedicó dos años a un ciclo sobre el Credo, y trató la cuestión del
pecado original con mucha profundidad (octubre de 1986).
Es muy
importante al respecto la catequesis sobre la Caída que hace en la encíclica Mulieris Dignitatem.
Por otro
lado, el Catecismo de la Iglesia Católica, fruto de su pontificado, trata el
tema de forma muy completa.
Lo
sorprendente es el extraordinario interés que el antes cardenal Ratzinger
concedió a la doctrina del pecado original, pues llega incluso a definirla como
“la clave” para el futuro de la teología y el pensamiento cristianos, e incluso
para el diálogo con el mundo contemporáneo.
Para él, el
pensamiento católico tendrá incidencia en la medida en que vuelva a esta
doctrina.
¿Por qué
tanta importancia? Porque la existencia del pecado original condiciona la
antropología, la comprensión del hombre, y la redención cristiana.
El cardenal
Ratzinger, en unas catequesis sobre el tema en Munich (1981) mostró que esta
cuestión es “vital” para la Iglesia.
Llegó a
decir que, sin ella, toda la Revelación se tambalea, y que era necesaria una
nueva “teología de la creación” que iluminase el pensamiento moderno.
En 1985, en
el libro-entrevista Informe sobre la Fe,
realizado por el periodista italiano Vittorio Messori: su intención era dedicar
su soñado retiro a investigar sobre este tema, al que dedicó también un libro: En el principio creó Dios.
Ya como
Papa, dedicó tres audiencias en diciembre de 2008 al tema, y también habla de
ello en el libro-entrevista Luz del mundo, de Peter
Seewald.
Bajo su
pontificado, el tema fue objeto al menos de dos congresos internacionales (Roma
2005 y Bolonia 2007).
También el
papa Francisco ha dedicado varias reflexiones al pecado original en sus homilías de Santa Marta, y también en la
convocatoria del Jubileo de la Misericordia que, no es casual, se abría el 8 de diciembre de 2015...
Inma
Álvarez
Fuente: Aleteia