En estos tiempos de guerra, conviene atender a lo que la Iglesia nos enseña en su magisterio social para orientarnos acerca de tan grave y dolorosa tragedia. ¿Es moralmente admisible la guerra?
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Lo
primero y principal a destacar es la afirmación contundente y vehemente de la
Iglesia con respecto a la guerra. El Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia señala:
- Es condenable su crueldad (n. 497).
- No es un medio idóneo para resolver los problemas
(n. 497).
- Genera nuevos conflictos cada vez más graves (n.
497).
- Amenaza el presente y pone en peligro el futuro de
la humanidad (n. 497).
- Es el fracaso de todo auténtico humanismo (n. 497).
- Es una derrota de la humanidad (n. 497).
- La guerra de agresión es intrínsecamente inmoral
(n. 500).
- Es una tragedia (...) es lamentable (n. 500).
- Es un flagelo para las generaciones futuras (n.
501).
Estas citas,
abundantes en adjetivos, ponen de manifiesto que la guerra no es opción
deseable ni camino idóneo. Sin embargo, hay una justificación moral para la
guerra:
La “guerra
justa”
Como ya hemos
visto, la agresión no tiene ninguna justificación moral; pero la legítima
defensa, sí. Incluso es posible considerar que un Estado agredido, no solo
tiene el derecho a defenderse, sino la obligación de hacerlo, incluso con la
fuerza de las armas, guardando, como enseñó san Juan Pablo II en su Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz 2004, “los tradicionales límites de la
necesidad y de la proporcionalidad” (n. 6).
El Catecismo de
la Iglesia Católica lo explicita con mucha claridad y precisión, enumerando las
condiciones que se deben cumplir, de manera rigurosa y simultánea, para que sea
lícito el uso de la fuerza. Es lo que se conoce como “guerra justa” en el n. 2309:
- Que el daño causado por el agresor a la Nación o a
la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto;
- Que todos los demás medios para poner fin a la
agresión hayan resultado impracticables o ineficaces;
- Que se reúnan las condiciones serias de
éxito;
- Que el empleo de las armas no entrañe males y
desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.
Como puede
apreciarse, el uso de la fuerza es el último e irremediable recurso para
retornar al orden quebrantado por el agresor. Queda claro, además, que la
potencia bélica de una nación no justifica su uso y, además, que este uso no
puede ser una decisión subjetiva y unilateral sino objetiva y consensuada por
la comunidad internacional a través de los mecanismos que ésta provee para
autorizar la fuerza en los límites de la soberanía de un Estado vulnerado.
Prevenir las
causas de la guerra
A todos queda
claro que no es lo mismo agredir que defenderse legítimamente de una agresión.
Pero pensar la paz en esos únicos términos no es suficiente. La realidad es que
muchos de los conflictos bélicos están relacionados con situaciones
estructurales, en extremo graves y urgentes, relacionadas con la injusticia,
miseria y explotación de los más débiles.
Por ello,
el Papa san Juan Pablo II propuso una
nueva forma de erradicar la violencia al afirmar que “(...) el otro nombre de
la paz es el desarrollo. Igual que existe la responsabilidad colectiva de
evitar la guerra, también existe la responsabilidad colectiva de promover el
desarrollo” (Carta encíclica Centesimus
annus, n. 52).
En efecto, un
Estado que favorece el desarrollo -no solo al interno de su territorio; es
decir, hasta el límite de sus fronteras, sino a nivel global- favorece también
la paz mundial.
Considerar al
prójimo -no como presa a la que se puede explotar y aplastar, sino como hermano
con la misma dignidad y derechos que se deben respetar y promover- sienta las
bases justas para lograr la paz.
La única
defensa verdaderamente necesaria y legítima es la de la paz
Dado que la
guerra no es fin, sino medio –y un medio último, extremo y solo para casos
irremediables– es necesario que se limite a recobrar el orden, justicia y
soberanía de una Nación; por ello se debe evitar cualquier tipo de ventaja o
atropello que acabe por causar un desorden y daño mayor.
Considerar que
la legítima defensa está al servicio de la paz, justicia, el bien y la verdad,
ayuda a evitar excesos. En este sentido, el personal militar está moralmente
obligado a oponerse a todo atropello al derecho de las personas oponentes.
Si las órdenes
de una autoridad van contra la recta conciencia; es decir, contra el derecho y
ley natural, no existe obligación de cumplir tales órdenes. Antes bien, la
persona subalterna siempre debe tener la posibilidad de oponer objeción de
conciencia, siendo este un derecho humano reconocido universalmente.
Proteger a
los inocentes
En todos los
conflictos armados, es necesario proteger a las víctimas civiles inocentes e
indefensas. En este sentido, la Doctrina Social de la Iglesia exhorta
a nunca tomar a la población civil como objetivo bélico, recordando que la
guerra no suprime los derechos humanos, empezando por el de la vida:
“En algunos
casos (la población civil) es brutalmente asesinada o erradicada de sus casas y
de la propia tierra con emigraciones forzadas, bajo el pretexto de una
'limpieza étnica' inaceptable. En estas trágicas circunstancias, es necesario
que las ayudas humanitarias lleguen a la población civil y que nunca sean
utilizadas para condicionar a los beneficiarios: el bien de la persona humana
debe tener la precedencia sobre los intereses de las partes en conflicto”
(Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 504)
Delitos
contra Dios y la humanidad
La Doctrina
Social de la Iglesia es especialmente severa al condenar los crímenes de la
guerra como el genocidio:
“Los conatos de
eliminar enteros grupos nacionales, étnicos, religiosos o lingüísticos son
delitos contra Dios y contra la misma humanidad, y los autores de estos
crímenes deben responder ante la justicia”
(Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 506, con referencia a los Mensajes para
la Jornada Mundial de la Paz de 1999 y 2000).
“Toda acción
bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de
extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la
humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones”.
(Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 80)
Si bien es
cierto que la guerra nunca debe llevar por objeto el matar ni destruir, también
lo es que tal límite es verdaderamente infranqueable con respecto a la
población civil inocente e indefensa; máxime cuando se trata de grupos enteros.
“El principio
de humanidad, inscrito en la conciencia de cada persona y pueblo, conlleva la
obligación de proteger a la población civil de los efectos de la guerra”.
(Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 505)
Luís Carlos Frías
Fuente: Aleteia