La tendencia natural del hombre a buscar la seguridad en las cosas de este mundo le impide valorar las realidades invisibles, es decir, la vida eterna. El hombre rico del evangelio de hoy buscaba heredar la vida eterna.
Foto: Heinrich Hofmann, "Cristo y el joven rico", 1889. Dominio público |
El
apego a este mundo tiene dos razones comprensibles: en primer lugar, es el
único que conocemos sensiblemente; en segundo lugar, nos cuesta creer en lo
eterno. Olvidamos lo que decía santa Teresa de Jesús: «Esta vida es una mala
noche pasada en una mala posada. De ahí, que procuramos por todos los medios
arreglar bien la posada y no pensar en la morada definitiva».
El
Evangelio afirma que el hombre se fue
triste porque era muy rico. Y Jesús, apoyado en este hecho, dice su famosa
sentencia: «¡Qué
difícil les será entrar en el reino de los cielos a los que tienen riquezas!» (Mc 10,23). Es evidente que Jesús no
cierra el cielo a los ricos, aunque reconoce el obstáculo que suponen las riquezas
cuando se absolutizan y se olvida el valor supremo de Dios. Se explica por
tanto que los discípulos preguntaran: «entonces,
¿quién puede salvarse?».
Jesús aclara: «Es
imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (Mc 10,27). Con su respuesta, Jesús
da la impresión de que le deja a Dios toda la tarea de la conversión del hombre
y que éste tiene que esperar a que suceda el milagro de lo que él no puede
hacer. Sería un error sacar esta consecuencia de sus palabras.
Al poner en primer plano a Dios, Jesús viene a decir que el hombre debe pensar más en Dios de lo que habitualmente hace porque, si lo hiciera, descubriría que, comparada con Dios, cualquier riqueza es relativa. Sólo Dios es el absoluto y, por ello, Cristo puede pedir al joven rico que venda todo y le siga porque habrá encontrado la vida eterna que buscaba. Se trata, pues, de pensar más en lo eterno y menos en lo efímero del mundo en que vivimos. Y este es el gran problema del hombre: perder el sentido de Dios y de su trascendencia.
En su gran obra «El drama del humanismo ateo», H. de Lubac describe el proceso que han seguido los filósofos del ateísmo contemporáneo para destronar a Dios y poner al hombre en su lugar con el más increíble orgullo de pensar que lo han logrado. ¡Dios ha muerto —vienen a decir—, viva el hombre! Las consecuencias del abandono de Dios y de la arrogante pretensión del hombre de sustituirlo las tenemos en nuestra sociedad y su deriva. Esto no quiere decir que la fe arregle los problemas del mundo. De ningún modo. Pero sin ella, el hombre es un ser a la deriva.
Porque la
concepción del hombre que compartían los filósofos del ateísmo no era la del
hombre caído en pecado, y, por tanto, incapaz de salvarse a sí mismo, sino la
del «superhombre» que se justifica a sí mismo, aunque para ello tenga que
divinizarse y autoconvencerse de que el pecado es virtud y él mismo es el que
determina qué es bueno y qué es malo. Es el mito del hombre moderno, que, si lo
miramos bien, no difiere mucho de la historia de Adán y Eva en el paraíso.
Ellos pensaron que podían ser dioses y robarle a Dios la fuente de la vida y
del conocimiento y terminaron en la más pura desnudez y pobreza. Sólo el
reconocimiento de que el hombre ha pecado y necesita el reconocimiento de Dios
puede abrirle el camino hacia lo eterno y definitivo y entonces será capaz de
valorar las riquezas de este mundo como los medios que Dios le ofrece, si sabe
utilizarlos, para heredar un día, como quería el joven rico, la vida eterna.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia