Una de las santas más influyentes en la historia es Santa Mónica, madre de San Agustín de Hipona, quien depositó toda su esperanza en Jesús y por varios años pidió incansablemente por la conversión de su hijo, que años después se convertiría en un Doctor de la Iglesia.
El fresco de la muerte de Santa Mónica en la Basílica de San Agustín de Roma. Obra de Pietro Gagliardi, siglo XIX. | Crédito: Renata Sedmakova - Shutterstock |
Mónica,
nacida Tagaste (África del Norte) en el año 332, tuvo dos hijos varones y una
mujer con su esposo Patricio, un hombre que si bien era trabajador, tenía un
mal carácter, era mujeriego, vicioso y pagano.
A
través de su oración, sacrificios, penitencias y esperanza puesta en Dios,
logró convertir a este último antes de que falleciera. También logró la
conversión de su hijo mayor, Agustín, quien la entristeció a causa de llevar
una vida libertina y herética durante gran parte de su vida.
Aunque
San Agustín es recordado como un hombre de una gran fe, su camino hacia la
verdad de Dios no fue sencillo. De niño, mostró un carácter difícil, lo que
causó mucho sufrimiento a su madre. De joven, se mantuvo desinteresado en el
cristianismo y, posteriormente, su búsqueda de la verdad lo llevó a adoptar
diferentes corrientes religiosas. Sin embargo, Santa Mónica nunca dejó de rezar
por él.
Cuando
Agustín viajó a Cartago para estudiar retórica, empezó a formar parte de la
secta maniquea. Al regresar a casa y exponer herejías, Mónica lo echó de su
mesa. En una ocasión, mientras discutía su preocupación con un obispo, este la
alentó a no desfallecer: “Vive tranquila: ¡no puede suceder que se eche a
perder el hijo de esas lágrimas tuyas!”.
Una
noche, Mónica tuvo una visión que le aseguró que Agustín volvería a la fe. San
Agustín narra este momento en su libro Confesiones:
“Un
día, pues, estando dormida, soñó que estaba puesta de pie sobre una regla de
madera, y que se le acercó un joven gallardo y resplandeciente con rostro
alegre y risueño, estando ella muy afligida y traspasada de pena, el cual le
preguntó la causa de su aflicción y tristeza, y de tantas lágrimas como
derramaba todos los días, no para saberlo de su boca, sino para tomar de aquí
ocasión de instruirla y enseñarla, como suele suceder en tales sueños. Ella le
respondió que era mi perdición lo que la hacía llorar, y él le mandó entonces y
le amonestó (para que viviese más segura en este punto) que reflexionase con
atención y viese que donde ella estaba, allí mismo estaba yo también. Luego que
oyó esto miró con atención y me vio estar junto a sí en la misma regla. ¿De
dónde le vino este consuelo sino de aquella suma bondad con que atendíais a los
gemidos de su corazón? ¡Oh!, ¡cuán bueno sois, Dios y Señor mío todopoderoso,
que de tal suerte cuidáis de cada uno de nosotros, como si fuera el único de
quien cuidáis, y de tal modo cuidáis de todos como de cada uno de por sí!”.
Sin
embargo, la conversión de San Agustín no llegó tan tempranamente, en sus
Confesiones, señala que este camino fue pedregoso y extenso:
“Aun
después de todo esto estuve yo casi por espacio de nueve años revolcándome en
lo profundo del cieno, y rodeado de tinieblas de error y falsedad. Y aunque
muchas veces procuré levantarme y salir del abismo profundo, con el hincapié y
conatos que hacía, me hundía más adentro; y entretanto aquella viuda casta,
piadosa, templada, y tal cuales son las que Vos amáis, ya más alegre con la
esperanza que le habíais dado, pero no por eso menos solícita en llorar y
gemir, no cesaba de importunaros a todas horas con sus oraciones y lágrimas por
mi conversión, y aunque eran bien admitidos en vuestra divina presencia sus
fervorosos y continuos ruegos, no obstante Vos dejabais que me envolviese y
revolviese todavía más en aquella espesa oscuridad de mis errores”.
Pocas
historias en la vida de los santos son tan conmovedoras como la de Santa
Mónica, quien incansablemente persiguió a su hijo perdido. Según la Enciclopedia Católica, cuando Agustín se
escapó a Roma a enseñar retórica, ella lo siguió, sólo para descubrir que ya
había partido a Milán.
“Allí
encontró a San Ambrosio y, a través de él, finalmente tuvo la alegría de ver a
Agustín ceder, después de diecisiete años de resistencia. Madre e hijo pasaron
seis meses de verdadera paz en Casiacum, después de los cuales Agustín fue
bautizado en la iglesia de San Juan Bautista en Milán. Sin embargo, África los
reclamó y emprendieron su viaje, deteniéndose en Civit' Vecchia y en Ostia.
Allí la muerte alcanzó a Mónica y las mejores páginas de sus ‘Confesiones’
fueron escritas como resultado de la emoción que experimentó entonces Agustín”,
explica la Enciclopedia.
En su libro Confesiones, San Agustín se refiere
a la fe y la oración inquebrantable de su madre: “Habiendo, pues, oído que ya habíais hecho en
mí mucha y gran parte de lo que todos los días os pedía con lágrimas que
hicieseis (pues si yo no estaba todavía aquietado en la verdad, estaba ya
quitado del error y falsedad), no por eso se alteró su corazón con ningún movimiento
de alegría inmoderada, antes bien porque estaba muy segura de que también le
habíais de conceder la parte que faltaba, porque Vos le habíais prometido el
todo, me respondió muy sosegadamente y con un corazón lleno de confianza, que
la fe que tenía en Jesucristo le hacía esperar firmemente que antes que ella
saliese de esta vida me había de ver católico cristiano”.
“Esto es lo que me dijo a mí;
pero delante de Vos, fuente inagotable de misericordias, multiplicaba oraciones
y derramaba más copiosas lágrimas para que os dignaseis acelerar vuestros
auxilios y alumbrar mis tinieblas. Acostumbraba acudir más cuidadosa y
apresuradamente a vuestro templo, y pendiente de las palabras de Ambrosio
recibía de su boca aquellas aguas vivas que dan la vida eterna, pues ella amaba
y respetaba a aquel varón santo como a un ángel de Dios, porque sabía que él
era quien me había puesto en aquel estado de dudas en que yo vacilaba, el cual
presentía mi madre con toda certidumbre que era el medio por donde había yo de
pasar desde mi dolencia a la sanidad”, añade.
En su lecho de muerte, Santa Mónica le dijo a su hijo, según
palabras del santo: “Hijo, por lo que a mí toca, ya ninguna cosa me deleita en esta
vida. Yo no sé qué he de hacer de aquí en adelante en este mundo, ni para qué
he de vivir aquí, no teniendo cosa alguna que esperar en este siglo. Una sola
cosa había, por la cual deseaba detenerme algún poco de tiempo en esta vida,
que era por verte católico cristiano, antes que muriese. Esto me lo ha
concedido mi Dios más cumplidamente de lo que yo deseaba; pues, además de esto,
te veo en el número y clase de aquéllos que, despreciando toda felicidad
terrena, se dedican totalmente a su servicio. Pues ¿qué hago yo en este
mundo?”.
La perseverancia en la oración de Santa Mónica logró la conversión de su
hijo, San Agustín, dejando un legado de fe y esperanza para quienes buscan la
conversión de sus seres queridos hasta hoy, varios siglos después.
Por Diego López Marina
Fuente: ACI