COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: «LA FALTA DE FE»

Cuando Dios llamó al profeta Ezequiel, le advirtió que le enviaba a un pueblo de duro corazón que se había rebelado contra Él. Le aclara, por tanto, que su misión será estéril, porque su pueblo no le escuchará.

Dominio público
Sin embargo, el Señor le envía a predicar y el profeta obedece. No es el único profeta que corre esta suerte. Una de las lamentaciones de Jesús ante la vista de Jerusalén dice así: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados» (Mt 23,37).

Jesús sufrió este mismo destino, como leemos en el evangelio de hoy. Después de haber iniciado su misión en Cafarnaúm, Jesús vuelve a Nazaret y comienza a predicar en la sinagoga. La gente se admira de su sabiduría, pues, habiendo conocido sus orígenes humildes, no comprenden de dónde le viene su conocimiento y el poder de sus milagros. Dice san Marcos que «se escandalizaban a cuenta de él» (Mc 6,3). 

Jesús pronuncia la famosa sentencia: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». Como consecuencia, según el evangelista, no pudo hacer allí ningún milagro, pues Jesús «se admiraba de su falta de fe». Al final de su vida, Jesús experimentó la misma suerte de los grandes profetas, el rechazo de su pueblo y la muerte, como le había sucedido al profeta Ezequiel.

¿De dónde venía la falta de fe entre los vecinos de Jesús? Sencillamente, de haber vivido entre ellos y haber conocido a su familia. Se resistían a creer porque era uno de ellos, con su historia concreta. De ahí que se preguntasen: «¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos?». Tales preguntas muestran que quienes las formulan reconocen dos cosas fundamentales del ministerio de Jesús: que hablaba con autoridad y sabiduría y que tenía el poder de hacer milagros. Sin embargo, ese reconocimiento no les hizo creer. En cierto sentido, esperaban que el Mesías tuviera un origen desconocido. No podía ser que uno de ellos, un vecino del mismo pueblo fuese el Esperado. Y a pesar de su enseñanza y de sus obras, no dieron crédito a su misión y se escandalizaron de él.

Este drama de Jesús continúa vivo en la historia. Es obvio que no se plantea de la misma forma que aparece en el evangelio. Pero es el mismo drama: al hombre le resulta difícil creer en un Dios cercano, de carne y sangre. Y aunque rechaza a las divinidades de las mitologías, rechaza también al que se acerca tanto al hombre que se hace uno con él hasta en el sufrimiento y la muerte. 

Las pruebas que Dios da al hombre para que crean en él son abundantes y cotidianas. Basta abrir los ojos para creer si hay un corazón limpio que sabe ver a Dios en cuanto sucede, y no sólo en lo que él mismo sueña. La vida real, el trabajo cotidiano, la entrega generosa de tantas personas, la compasión, el sufrimiento compartido, todo es camino de revelación si somos limpios de corazón para ver a Dios, como dice una de las bienaventuranzas. Por contraste con sus vecinos de Nazaret, los más cercanos a él, otros creyeron en Jesús, y no precisamente por haberlo visto hacer milagros ni predicar bellos discursos: creyó el ladrón crucificado a su lado y creyó el centurión con solo verlo morir. 

Y a lo largo de la historia, sin haberlo visto ni oído, han creído quienes han sido tocados por la verdad de su vida divina transmitida en su carne humana. Dios se ha hecho hombre para que pudiéramos verlo entre nosotros. Pero parece que esa cercanía resulta escandalosa, inaceptable. Nos falta entender que en Dios lo débil es el signo de su poder, y lo pequeño es el camino hacia la trascendencia. Por eso, san Pablo, cuando habla de su ministerio, al estilo de Cristo, dice que se alegra en su debilidad.

  + César Franco

Obispo de Segovia. 

Fuente: Diócesis de Segovia