En
este domingo, se define a sí mismo como el buen pastor, y nos revela su
interioridad en relación con el Padre y con los suyos.
Lo
hace utilizado dos métodos: el contraste y la revelación. Jesús se define en
contraste con los asalariados a quienes no les importan las ovejas: huyen ante
el peligro porque solo les interesa el dinero. Jesús arriesga su vida hasta
perderla en su defensa. Entre Jesús y los suyos existe un conocimiento
recíproco, propio del amor auténtico. Y este conocimiento es paralelo al
conocimiento existente entre el Padre y el Hijo. Esta comparación es
sorprendente por los dos niveles que se comparan. El de toda la eternidad en
Dios, y el del tiempo en la relación de Jesús con los suyos.
Además
de señalar lo que le distingue de los asalariados, Jesús revela su intención de
formar un rebaño con «otras
ovejas de no son de este redil».
Manifiesta, por tanto, su ansia de universalidad y afirma que, cuando esas
ovejas escuchen su voz, se formará un solo rebaño con un solo pastor. Esta
conciencia de enviado a todos los hombres le distingue de los maestros de
Israel que se conformaban con tener su propia escuela (a veces su pequeño
grupo) sin más aspiraciones universalistas.
Este
afán de universalidad —a saber, catolicidad— expresa la voluntad de Cristo de
llegar a cada hombre esté donde esté y sea de la cultura que sea. Se explica
así que Pedro afirme en su predicación que el Nombre de Jesús Nazareno es el
único nombre bajo el cielo «por
el que debamos salvarnos» (Hch
4,12). Esto no significa desprecio a otros fundadores de sistemas religiosos o
místicos. Es la afirmación de que, en cuanto Hijo de Dios, Jesús de Nazaret es
el portador de la salvación definitiva.
Ahora
bien, la razón última de este alcance universal de la salvación de Cristo está
expresada en estas palabras: «Por
esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie
me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y
tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn
10,17-18). La entrega que Jesús hace de su vida, al aceptar su propia muerte,
atrae hacia él el amor del Padre, no porque desconociera que su Hijo era capaz
de amar así, sino porque ha realizado el plan decidido desde la eternidad:
perder su propia vida para recuperarla de nuevo» por
la resurrección.
Esta es la prueba del amor que Jesús resume
con estas palabras durante la última cena: «Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn
15,13). El gran teólogo Orígenes decía que lo que Dios no había permitido hacer
a Abrahán —sacrificar a su hijo Isaac— ha permitido que sucediera a su Hijo:
pasar por el trance de la muerte. Dios ha rivalizado con el hombre en el amor.
A la hora de amar al hombre, no se reservó a su propio Hijo, como dice Pablo.
Los
teólogos alemanes han acuñado un término para describir esta actitud de Jesús
que es el paradigma del amor hacia los demás: pro-existencia, es decir,
vivir en actitud de entrega a Dios y a los demás ofreciendo la propia vida. «Dios
—dice Benedicto XVI— anhela la salvación de su pueblo».
Y esta donación de sí mismo manifestada en
Cristo constituye el verdadero fundamento moral de nuestra entrega a los otros,
pues solo puede amar así quien recibe de Dios esa capacidad de entregar la vida
al estilo de Cristo. Eso significa el buen pastor, figura entrañable que basta
para retratar a Jesús, pues representa la quintaesencia del Evangelio.
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia