COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: «HEMOS RESUCITADO CON CRISTO»

La Resurrección de Cristo es el acontecimiento central de la fe cristiana. Sin ella, no existe el cristianismo como revelación de Dios.

Dominio público
La Resurrección no es volver a la vida que Jesús tenía antes de morir, sino el establecimiento de una vida nueva; por eso es el inicio de lo que san Pablo llama «nueva creación»

Se explica así el comportamiento de Cristo: no es reconocido a primera vista; cambia de figura; entra en espacios cerrados; aparece y desaparece. Sin embargo, es el mismo Jesús terreno, que, por la acción del Espíritu, ha pasado definitivamente al mundo de Dios, donde no existen las leyes físicas que tenemos en la tierra.

La Resurrección de Jesús no es comparable con las que él realizó durante su vida pública: la del hijo de la viuda de Naín, la de la hija de Jairo y la de Lázaro. En estas ocasiones, Jesús les devuelve la vida física. Jesús, por el contrario, trasciende el mundo físico y entra en la vida eterna. Por eso, santo Tomás distingue entre la resurrección imperfecta y la perfecta: recuperar la vida física o participar plenamente de la eternidad, con el cuerpo gloriosamente trasformado.

¿Por qué entonces los Evangelios no describen el hecho de la resurrección? Esta objeción racionalista es, en sí misma, un sinsentido. Como hecho trascendente, cuyo agente es Dios mismo, no puede ser descrito ni contemplado. Los evangelistas usan imágenes que indican la acción de Dios, como la del ángel que quita la piedra del sepulcro para mostrarlo vacío, pero no describen el hecho que es inaccesible a los sentidos.

Esto no quiere decir que el acontecimiento de la Resurrección no sucediera en el tiempo. Hubo un momento en que el cuerpo de Jesús dejó de estar en el sepulcro, pues, por la acción del Espíritu, fue glorificado y su carne dejó de estar sometida a las limitaciones del espacio y del tiempo. Podemos decir que pasó al ámbito de Dios.

Ya desde el principio del cristianismo, hubo negaciones de esta verdad, como sabemos por la carta de san Pablo a los corintios. El apóstol reacciona con firmeza: “Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe”, aún estamos en nuestros pecados. En efecto, sin la Resurrección, la muerte de Jesús queda sin sentido, pues no sería más que la muerte de un hombre justo. Al resucitar, Jesús valida sus pretensiones divinas y confirma que, al entregarse por nosotros, nos redime del pecado y de la muerte.

Esto significa que también nosotros participaremos un día de la misma gloria de Cristo en nuestro propio cuerpo. Es cierto que la muerte parece ser el final de la vida, si la consideramos desde su aspecto físico. Pero no es el final, pues, como dice un prefacio de la misa de difuntos, aunque se desmorona esta morada terrena, alcanzamos una morada eterna en los cielos. Esto es lo que Jesús dijo a sus apóstoles antes de morir: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar.

Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros» (Jn 14,1-3) Esta es la buena noticia de la Pascua: el Señor ha resucitado y volverá para que tomemos posesión de esa morada que nos ha preparado junto a él. Y no solo con el alma, que marcha hacia Dios cuando morimos, sino con un cuerpo semejante al suyo, puesto que nada de lo que Dios ha hecho tiene como destino la muerte, sino la vida. Dios, dice la Escritura, no es «Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,28).

La Resurrección de Cristo es, anticipadamente, la nuestra propia. Por eso, se le llama primogénito de entre los muertos, porque él nos precede en la gloria a una multitud de hermanos.

 César Franco

Obispo de Segovia. 

Fuente: Diócesis de Segovia